una celebración en vida, como debe ser.
Hace unos cinco días la NASA compartió las primeras imágenes infrarrojas producidas por el telescopio James Webb. Una serie de fotografías que provocan asombro tanto en las pupilas de quienes no entendemos mucho del espacio como en las mentes más entrenadas. Allende de la belleza de estas imágenes tapizadas de puntos de luz y polvo cósmico, los científicos aseguran que el Webb nos ayudará a entender las entretelas del universo y su creación. Para mí, que no estoy en esa orilla del quehacer científico, mirar todas esas estrellas, nébulas y galaxias me produce un vértigo emocionante y una suerte de recordatorio de lo diminuto que es toda la esfera humana y toda nuestra historia en el contexto general del universo.
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Quién hubiese imaginado que los humanos -diminutos comparados con el cosmos pero conscientes como decía Descartes- seríamos capaces de echar un vistazo a la luz más antigua del universo desde la pantalla de nuestro teléfono. Pasmarse ante esas imágenes dibuja nuestros márgenes como especie pero también nuestra capacidad cuasi infinita del asombro y la curiosidad. Habrá millones como a quienes les cueste pensar que, en esa bóveda celeste no hay alguien más haciéndose la misma pregunta y estirando los ojos con un telescopio para saber que no estamos tan solos.
Algunas hipótesis se han erigido tratando de explicar por qué no hemos encontrado rastro alguno de una civilización vecina. Una vertiente de ellas se recarga en el argumento de que, para que nuestro planeta pudiese hospedar vida tuvieron que coincidir una serie complejísima de elementos y sucesos cósmicos. Todavía más, para que la vida evolucionara desde los organismos unicelulares hasta los humanos antivacunas tuvieron que ocurrir otros millones de coincidencias que son tan raras y únicas que no existen en otro lugar donde nos hayamos asomado.
Esta serie de coincidencias cósmicas y evolutivas me recuerda mucho a un cuento del magnífico Stanislaw Lem en el que se argumenta que cada hecho ocurrido en la vida humana sucedió, en la práctica, con toda la probabilidad en contra. El narrador de la historia explica que su nacimiento en Mala Strana – distrito de Praga- tenía una probabilidad de ocurrir de una en cien mil, sin contar la mortalidad infantil de entonces. La historia repasa deliciosamente toda una serie de hechos que, si se piensan bien, tenían una probabilidad tan baja de ocurrir como la de una serie de perdigones disparados en una guerra impactando un conjunto de ollas y sartenes de modo tal que ejecutara con la batería de cocina ametrallada la Sonata en Sol Mayor de Tchaikovsky en perfecto tres cuartos.
Pensar en nuestra condición humana como ese cúmulo casi incalculable de coincidencias casi imposibles convierte cada hecho de nuestra vida en una anécdota intergaláctica. Cuál era la probabilidad de que en este punto exacto y templado de la vía láctea a dos mil cuatrocientos cuarenta metros sobre el nivel del mar un estudiante de música en Coyoacán se apareciera para que mi padre me comprara con un esfuerzo astronómico mi primer saxofón -cuerno metálico producido en Taiwán probablemente unos diez años antes de que cayera en las manos de un preadolescente mexicano vistiendo una playera de un revolucionario argentino con barba y boina.
¿De qué modo explicar matemáticamente la probabilidad de que ese mismo par -padre e hijo- se situaran fuera de la Plaza de la Computación en la Ciudad de México con la intención de comprar un teléfono celular solo para verse estafados por un merolico que tiene bien ensayado un discurso y un pisa y corre? Si la Nébula Carinae recién retratada por el Webb usa anteojos, probablemente me vio con ternura llorando como un idiota desconsolado y furioso al defraudar a mi padre, dejándolo sin teléfonos y dinero en perímetro B del Centro Histórico y, de nuevo, qué cadena de coincidencias tuvieron que ocurrir para que yo asomara mi ingenuidad al mundo. La matemática perfecta del destino pudo haber sido distinta y pude no haber sido ese niño que se paraba temeroso junto a la cama de sus padres para poder escabullirse entre las cobijas y sentir que no había fortaleza más segura que ese colchón queen size. Pero sí fui yo ese niño y es mi padre quien abrió incontables noches esa fortaleza para mí y sí, fue ese colchón queen size de una marca alemana que prometía durar toda la vida.
Pudiera extenderme tomos enteros en la cantidad de infamias y aventuras que este humano que tiene usted de frente le hizo pasar a su padre y lo harto improbable de que todos esos hechos profundamente bellos y absurdos sucedieran, pero no es el propósito de esta nota. Acaso, como en el cuento de Lem, me siento pasmado ante la humildad que me produce la fragilidad de nuestra existencia y la inmensidad del universo ahora más observable. Quién sabe cuánto aprendamos de la materia oscura asomándonos a la luz más distante del universo pero, como suele pasar, en los viajes trascendentales uno no descubre lugares sino que se descubre a sí mismo. Yo me valgo de los espejos del Webb para reconocer mi reflejo afortunado de esa constante que ha rondado los días que cuento de existencia. ¿Qué probabilidad había de que ese hombre orizabeño admitido en la vocacional, transformado en ingeniero y apasionado de la buena música, la ideología bien entendida de izquierda, la literatura latinoamericana, la bohemia y la voz de José José fuese a convertirse en mi padre? Difícilmente alguien en ese cúmulo de millones y trillones de pixeles que forman las fotos que nos trajo el telescopio corra la misma fortuna que quien termina de escribir esta nota, con toda la probabilidad en contra.
@elpepesanchez
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