Como cualquiera, mi hermano y yo expresábamos la emoción de haber comprado casi cualquier cosa exaltando sus virtudes. Este fenómeno social bautizado elegantemente por la psicología como sesgo de confirmación es, en realidad, muy simple de explicar. Vamos al mercado a comprar un par de tenis, y en el camino de vuelta nos asomamos a la bolsa y le hacemos saber cuán bien hicimos en comprar éstos y no otros tenis, y cuán afortunados fuimos de encontrar éstos, de este color y talla. Especialmente a este precio. No cuenta como ventilar a la familia, tranquilos, si describo un sesgo cognitivo en el que prácticamente todos incurrimos.
Las redes sociales son el ejemplo perfecto. Nos hacemos de un muro agregando y siguiendo a gente que conocemos y, más importante todavía, que se parece a nosotros en un montón de aspectos. Esa promesa de que las redes nos conectarían con ese globo terráqueo perfectamente caricaturizado y tendríamos amigos de todo el mundo ha sido científicamente hecha polvo. Claro que no es para aventar la gorra al suelo y pisotearla. Tiene sus ventajas ver las fotos del bautizo de nuestros sobrinos y recibir notificaciones del cumpleaños de cada tía. Mis papás tenían anotados los cumpleaños en una agenda. ¡Una agenda con una bellísima letra cursiva! Sólo el escribirlo me pega en la nostalgia con el peso del teléfono de disco hecho enteramente de metal cuyo auricular pegamos unas treinta veces con uhu. Hoy tenemos todos los cumpleaños y a todo el mundo en las redes. Pero en realidad tenemos a ese mundo pequeñito, sesgadísimo y muy descubierto por nosotros.
Más allá de lo familiar, es relativamente la norma que uno siga a unos dos o tres sitios de noticias. O que tenga en un chat grupal algún amigo o familiar que es siempre el más rápido en mandar ligas del fallecimiento de un famoso, videos de todo lo que se puede hacer con globos y unas tijeras, y una fuente constante y pronta de noticias nacionales e internacionales. Esos chats o esos canales que elegimos seguir se han vuelto nuestra fuente primordial de información. Ahí también le apedreamos el rancho feo a ese sueño de que, cuando tuviésemos acceso a todo el conocimiento de la humanidad en la palma de la mano, lo último que estaríamos compartiendo son fotos de gatos que lanzan rayos láser por los ojos. Yo mismo no alcanzo a entender por qué soy tan aficionado a los videos de pingüinos tropezando.
Pero todo era risas hasta que entendimos que el tartamudo quería jamón, reza con sabiduría el chiste. Y aunque la película/documental de Netflix “El dilema de las redes sociales” muestra las orillas más afiladas de internet con ese formato de entrevistas como cuando están presentando el nuevo iPhone, la advertencia no deja de ser importante. No hay nada objetivo en la manera en que creemos que personalizamos nuestro consumo de información. Seguimos a los periódicos y los columnistas que publican lo que es afín a nuestro pensamiento. Como Facebook opera en un sistema absoluto de mostrar que algo “me gusta”, quienes generan contenido están obsesionados en complacer a sus seguidores y los seguidores no quieren otra cosa que ese contenido que encaja con lo que sea que podamos llamar ideología. Esta misma nota es, como toda columna de opinión, el ángulo desde donde mis ojos entienden al mundo y no mucho más que eso.
Claro que uno pudiera decir que afuera de mi burbuja de redes sociales hay un mundo de gente cuya vida se ve inalterada por las redes y su contenido. Yo no estaría tan seguro de eso, y tampoco el reporte del Instituto Federal de Telecomunicaciones sobre uso de tecnologías de información en el 2018. Setenta y tres por ciento de la población urbana en México mayor a seis años usa internet de manera general y cotidiana. En marzo de este año El Universal retomaba el reporte de Comscore que listaba a México en el segundo lugar latinoamericano con más personas ingresando a redes sociales, ahí nomás un par de décimas debajo del ochenta por ciento de la población.
Claro que esto no es un llamado histérico de que apaguemos las redes sociales y desconfiemos de cada meme que nos compartan. ¿A dónde más vamos a ir en este mundo tan absolutamente abarrotado de contenido digital? Pero acaso vale la pena socializar algunas dudas que, seguramente, todos nos hacemos. ¿Hace cuánto no abrimos los enlaces cuyo título ya estamos desmintiendo apenas lo leemos? Si es que el algoritmo de las redes no se ha encargado de limpiar todavía todo lo que no queremos ver. ¿Cuántas veces por semana discutimos productivamente con nuestros conocidos en las redes sin recurrir al infalible “el otro día lo vi en un video que ahorita no encuentro” llevándonos al agujero más sordo de la intolerancia? En otras redes, el sesgo de confirmación es todavía más evidente y hasta se hace alarde. Usuarios de Twitter muestran como cicatrices de guerra quiénes los tienen bloqueados.
Hay notables excepciones de quienes son silenciados sólo por contrastar respetuosamente las ideas. No todo está perdido, desde luego. Y antes se ha culpado a la tecnología de alterar para mal la vida de la humanidad. Se habrá dicho lo mismo de la imprenta, el radio, la televisión. Y, sin embargo, hoy podemos escuchar un montón más de música que la colección de discos y cassettes de la familia. Redes de investigación en el área del conocimiento que se le ocurra serían impensables sin los intercambios de información a la velocidad vertiginosa en la que todo se mueve ahora. Pero la gran mayoría de nosotros nos movemos en el cómodo estanque de mostrar nuestro agrado a las publicaciones que nos dicen lo que queremos escuchar, pelearnos sin mover un milímetro nuestras necedades o insultarnos como si a punta de tuitazos se arreglara el mundo. Y no.