No pocas veces he sido parte de la discusión bizantina de cuáles son los mejores tacos dentro de tus límites casi imperceptibles, querida ciudad. Y la pregunta se me antoja un ejercicio filosófico del mismo talante que el de leer el mismo libro en diferentes etapas de la vida. Así como Pedro Páramo resuena muy distinto en nuestra cabeza preparatoriana que en una más longeva, responder a la pregunta de dónde se comen los mejores tacos tiene menos que ver con un punto geográfico y mucho más con la profundidad de nuestra nostalgia.

Disculparás que me salga de foco, querida ciudad. Pero en tiempos tan turbulentos donde la agenda pública harto politizada nos lleva a la ya clásica cantaleta de dieciséis de septiembre “no hay nada que festejar, hagamos un inventario de todo lo que está mal”, conviene treparnos a una terraza mirando a la plancha del Zócalo y tomar un descanso.

Qué mejor si es comiendo y hablando sobre comida. Como le escuché decir a un viajero avezado: el mexicano es el único animal que añora comida mientras está comiendo. Y tiene razón. Tanta que la pregunta de dónde está el pastor del que mejores tacos brotan usualmente surge cuando uno tiene un taco en la mano.

De ahí que, guardando sólo por hoy en una caja el complejísimo escenario sociopolítico mexicano, me atreva a decir que la efeméride patria nos da, además de la obvia remembranza independentista, razones para celebrarnos como una especie puramente nostálgica.

Me explico: hace algunos años respondía con pelos y señales la calle y número donde se ubicaba el mejor expendio de tacos. Y era duramente criticado por olvidar otros notables contendientes. Después de mucho participar en estos debates culinarios, me di cuenta de que lo que en verdad defiende uno no es la calidad de las tortillas ni el número de habaneros que le sorrajan a una salsa, sino la memoria que evoca en nosotros pensar en determinados tacos.

No tengo ningún argumento científico que soporte mi idea de que esos tacos en tortilla pequeña rematados con un pedazo de piña que servían a escasos doce números de mi edificio, son los mejores de la Historia. Es más, ya ni existen. Pero los mexicanos logramos una proeza metafísica rara: amarramos nuestros recuerdos a las sensaciones que le produce al humano sentarse a comer. Qué cosa más potente para activar la memoria que abrir los cajones del olfato, la vista y el gusto para revivir un momento tan sensorial y ceremonioso como pedirse unos tacos.

Lo que hacemos cuando defendemos a muerte nuestra taquería favorita no es una apología del achiote girando sobre su propio eje en el trompo. Es la noche entera que nos llevó a ese lugar, la persona que estaba parada junto a nosotros sosteniendo un plato de plástico y un refresco con la otra mano, el pretexto que, pequeñísimo o tremendo, nos llevó a celebrarlo cenando. Nos hacemos tacos de nostalgia, de compartir la barra y el destino con un montón de extraños que, cuando terminan y pagan, te desean buen provecho.

Qué mayor celebración de la mexicanidad que reconocernos esa puntada socialmente construida. Nunca me he sentado en una mesa donde la pregunta de la medalla de oro se asigne unánime y sin jaloneos a un taco hallado en ciertas coordenadas. Porque, aunque construimos recuerdos con gente que nos importa muchísimo, los ojos, orejas y boca que los capturan son absolutamente nuestros. Y fuimos capaces -oh, bendita evolución- de atenazar entre un clásico con copia, cebolla y pasto, la esencia misma de la nostalgia, del recordarnos felizmente comiendo. Me acuerdo (de esos tacos). Luego entonces, existo.

Como si la patria estuviera encerrada nada más en el himno nacional que alguien nos dijo que había ganado el concurso del más bonito del mundo pero no nos pasó el link para ver el diploma. La patria se desparrama por todas las calles donde los focos amarillos anuncian que se venden frascos para almacenar recuerdos. Claro, otra gente en el mundo también lo hace. Pero ellos no tienen tacos.

@elpepesanchez

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