Supongo que es un lugar común pensar que uno vive tiempos de transformaciones importantes. No agrego ningún optimismo cosmético al término. Hablo de cambio de la manera más clínica posible, sin pensar si es para bien o para mal. Más bien, admitiendo que es complicado sacar la brújula moral para discernir qué pedacitos de realidad cambian para mejor o se pudren. Hacia alguna parte, lo que parecía inamovible se desplaza, única cosa indiscutible en estos tiempos en los que nadie se pone de acuerdo en nada.
Este ejercicio minúsculo reflexivo me brota, lo admito, justo a estas alturas del partido. Cosa que lo pinta todavía más como un lugar común de fin de año. Algo tendrá el invierno o el bacalao que nos pone muy definitivos y nostálgicos. Claro que hay cambios que a alguien le parecerán triviales y para algunas otras personas parecen revoluciones. Hasta para asimilar el cambio hay gustos. Parece ser el fin de una era de adelantar y retrasar los relojes una hora para ahorrar energía. Y parece un cambio del tamaño de una bombilla pero desata discusiones interminables.
Otros cambios simbólicos, pienso, nos provocan mucho más vértigo cuando caemos en cuenta del movimiento. No digo que sean asuntos más importantes o trascendentales, solo más simbólicos en nuestra caja de Pandora de cambios. Se solía decir, por ejemplo, que si uno pudiera entrenar a quinientos chimpancés a teclear en máquinas de escribir, eventualmente escribirían Macbeth. Luego se solía desmentir semejante aseveración argumentando que había un montón de teclados parecidos a máquinas de escribir y un montón de humanos que a lo mejor distan mucho de los chimpancés pero ciertamente poseen el hábito de sentarse a teclear. Y se decía que todos esos dichos tecleados y compartidos en redes sociales no hacían ni un pedacito del tercer acto de Macbeth.
Hoy podemos pensar que hemos creado a un batallón cuasi infinito de cerebros virtuales (dejemos en paz a los chimpancés de una buena vez) y los hemos puesto a leer y a practicar la escritura. Hemos dedicado como humanidad décadas en responder la pregunta sobre cómo hacer que una máquina aprenda a aprender. La inteligencia artificial de este tiempo no ha escrito Macbeth porque no se lo han pedido, pero ya ha sido puesta a prueba escribiendo resúmenes bibliográficos de artículos científicos, notas de opinión, cuentos cortos y ensayos de lo más interesantes. Se inundan en estos días las redes de retratos de nosotros en los que pedimos que la inteligencia artificial nos corrija las cejas y ajuste los cachetes mientras nos pinta con esa creatividad tan poco pixieleada que tanto nos asombra. Tomó tanto tiempo llegar a este escenario que, ahora que la computadora nos gana todas las partidas de ajedrez, nos preguntamos en qué momento decidimos que era buena idea enseñarles a aprender.
Otras instituciones menos posmodernas se nos despintan de manera similar en estos tiempos de cambio. Fui un niño que creció viendo a un Brasil no solo imbatible en la cancha sino alegre, juguetón, colectivo. Ahora que se juega el mundial en invierno y se gana un poco más por atletismo que por estilo de juego veo al Scratch du oro despostillado, engañoso, lejos años luz de la razón misma por la que le llamaron scratch, como los dedos habilidosos de DJ para sacarle sonidos a un vinilo.
Le sirve como margen a la cancha el anuncio de teléfonos nuevos, que van en el número trece o catorce y me hacen preguntarme si no hubiera modo de cambiarle el nombre más que agregarle una unidad, para luego caer en cuenta que no se puede renombrar a algo que es prácticamente la misma cosa con una cámara más potente que únicamente puede distinguirse en un tutorial muy avezado.
Todavía más instituciones sacan chispas. Salen temporadas y más temporadas, especiales y más documentales de la Corona Británica. No ha cambiado el morbo con el que nos asomamos al desayuno y la vergüenza de la realeza pero sí la vemos un poco distinto. Quizá no caduca en nosotros la aspiración de vivir entre muebles dorados pero, después de incontables horas en la pantalla uno no puede evitar preguntarse para qué sirve el reinado si no para hacer los realities más entretenidos que los servicios de streaming ofrecen.
Ni qué decir de la vieja idea de que la Unión Europea duraría para siempre, hoy que cosas como el Brexit son periódico de ayer. O de batallas contra el nacionalismo rancio y espantoso o la demagogia más insultante, que ayer parecían tan ganadas y tan bien puestas en su vitrina de lo inmutable. Mientras el telescopio más sofisticado que hemos logrado armar apunta la vista al origen de todas las cosas, un puñado de verdades que teníamos muy subrayadas en el almanaque se nos desdibujan. Y ya. No me atrevo, como dije antes, a asignarle un adjetivo a la vorágine de este frenesí. Pasa. Del latín que lo explica como poner un pie adelante. Hacia quién sabe qué lugar donde el cambio climático nos encuentre discutiendo: del latín “sacudir”, que es casi lo mismo que cambiar.
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