Lo único en lo que no tenemos desacuerdo últimamente es en lo intensamente políticos que se han tornado estos días. Podremos aventarnos el teclado con un montón de descalificaciones, pero apatía no es un saco que le venga a casi nadie. Resulta interesante y hasta irónico en estos tiempos, donde el desánimo inunda el espíritu de muchos, aunque también hay en territorio nacional jóvenes desencantados con el gobierno, el sistema y esta cuerda del multiverso en términos generales.
Claro que es un año electoral y uno harto agitado. Mientras se discutía por un lado la sobrerrepresentación en el congreso, por otro lado se decide la utilidad y sobrevivencia de los órganos constitucionales autónomos (los dichosos OCAs). Hay quienes celebran el aparente viento de cambio y quienes sienten que solo es el efecto del ventilador que enciende el líder a quien la afición sigue con una religiosidad muy poco liberal. Resulta curioso, además, la manera en que el clima social o el status quo se mueve como un péndulo también en México. Parte de la narrativa que llevó al partido en el poder a Palacio Nacional fue una crítica a los tecnócratas que aislaron al pueblo de las decisiones públicas. Como respuesta, se construyó una narrativa donde el pueblo aparentemente está metido hasta la cocina en decisiones fundamentales para el presente y futuro del país. El mecanismo no es precisamente directo y muestra un poco sus costuras, hay que decirlo. Se asume que, como la ciudadanía dio la mayoría electoral a una fuerza política, entonces el pueblo en términos generales aprueba estas decisiones, como la manera en que esta fuerza política entiende la reforma al poder judicial.
Se trata de una discusión de extremos o puntos radicales que hacen a uno pensar si verdaderamente teníamos que irnos al otro lado, suponiendo que en verdad dimos un golpe de timón de esa naturaleza. Solo para efectos de este ejercicio de reflexión, pensemos que, en efecto, se dio un cambio fundamental en la política y hoy la gente decide absolutamente todo lo que hay que decidir en el país. De eso se trata la democracia, ¿cierto? Demos, pueblo y Kratos, poder. Todo bien en esa caricatura pero, ¿no se supone también que elegimos a representantes cuyo trabajo es condensar nuestros valores e intereses y tener un entendimiento de cómo funciona el gobierno y cómo generar políticas justas y que apunten al desarrollo nacional?
Ten cuidado con lo que deseas, dice el refrán, y quizá valga la pena traerlo a la cabeza cuando nos enfrentamos a esto que me da por llamar híper democracia: depositar en apariencia o verdaderamente decisiones fundamentales de la construcción del Estado y gobierno en la gente. En 1957, Herbert Simon propuso el término “racionalidad limitada” para explicar que los humanos somos incapaces de absorber toda la información que necesitaríamos para tomar la decisión más racional frente a un problema. Cualquier humano, incluso aquéllos cuyo trabajo es tomar estas decisiones representando a su comunidad. Todavía más, Simon explicaba que los humanos también estamos limitados por nuestra energía para buscar información sobre esa decisión e incluso a veces tenemos apatía o desánimo para allegarnos de todísima la información que redundaría en una racionalidad completa.
Cuando descorchamos el mejor mezcal para celebrar que hoy la ciudadanía decide si se crean tres entidades federativas nuevas, si el INAI debe o no seguir existiendo y un titipuchal de decisiones públicas más, creo que habríamos de preguntar hasta dónde debe ser a rajatabla la decisión de todos, sobre todo. ¿Cuándo deja de ser responsable, cuándo se nos enciende la sensatez para admitir que no le sabemos a todo? ¿Cuándo el espíritu de revancha, de que ya nos tocaba porque llevaban mucho ganando los de siempre dejará paso a la tímida voz de pensar que uno no sabe bien qué significa cambiar la manera en que se elige al personal del poder judicial, qué implica cambiarle los márgenes al mapa con nombres de la República Mexicana, y para qué servía un organismo que recolectaba información sobre los que toman decisiones y no dependía directamente de esos tomadores de decisión a quienes vigilaba? ¿Qué pensaría Simon de estos tiempos de híper democracia y tan poca racionalidad?