Muy pocas cosas son tan emblemáticas de la Ciudad de México como el metro. No exagero y no es un logro desdeñable. Ahí tiene usted a Chapultepec y Antropología, el Templo Mayor y las calles del Centro, Reforma, las bicis, el Ángel. Pero una ciudad lo es más en un lunes que en un domingo de ir al tianguis. La vivimos y la sufrimos cuando el tránsito es imposible hacia Santa Fe y cuando el laberinto que es Tacubaya asemeja a un hormiguero complejísimo y siempre al borde del colapso. Lo que nos hace chilangos es la prisa, así como todo lo que la ciudad produce en un día. Todas las distancias, las citas impuntuales, los flujos de dinero, tortillas, mensajes de texto, perros, drogas de diseño y ropa. Aunque trazar unas dos o tres líneas más no sería ideal sino necesario, es de asombrarse que mucho de lo que pasa en la ciudad lo hace a través del metro.

Sin duda, se trata de una relación de amor y odio, como muchas de las grandes pasiones en la Historia. De ahí que quienes vienen de otras ciudades miren a los chilangos de cuna como el ejemplo perfecto del síndrome de Estocolmo. Claro que muchos trayectos se vuelven pesados e insufribles. La ciudad no es fácil, pero defendemos cada centímetro de sus estaciones subterráneas y voladas como si fuesen patrimonio cultural de la ciudad. Y lo son. Millones de encuentros debajo del reloj de alguna estación se lograron exitosamente en una metrópolis imponente tamaño caguama mucho antes de que pudiéramos mandarnos mensajes por siete redes sociales distintas en tiempo real. La ciudad no se vive por elección sino por necesidad. Uno no se sube al metro por pasatiempo ni a pasear. Para millones de capitalinos, los vagones asfixiantes son la única opción que les promete un trayecto relativamente libre de robos y en tiempos menores a dos horas del origen al destino.

De ahí que la noche trágica del cuatro de mayo en la que el derrumbe de una viga en la línea doce provocara la muerte de veinticinco personas cale muy hondo no solo en los directamente afectados sino en toda la ciudad. Su partida es desoladora y sórdida. Nadie que hace su rutina de viajar en el metro es ingenuo. Uno aprende a calcular el riesgo de andar en la ciudad. Tampoco precisaban ser expertos estructuristas quienes utilizaban la línea doce cotidianamente para intuir que algo había mal desde la primera vez que detuvo sus operaciones e incluso después de ser puesta de nuevo en funciones.

Vivimos en tiempos de un individualismo extremo hasta la náusea. Queremos que un futbolista gane el mundial del mismo modo que deseamos con fuerza que un presidente del color que guste salve a México. En el sentido inverso, hemos sido acostumbrados a la misma visión estrecha. Queremos un nombre y un responsable de las calamidades que suceden. Y ese sentimiento de justicia es perfectamente comprensible en todas las familias que perdieron mucho más que su medio de transporte el pasado cuatro de mayo. Nada que suceda puede reparar el hueco con el que tendrán que vivir y buscar consuelo ahora. Los acompaño en el sentimiento de duelo y estoy convencido de que a mí y al resto de los millones de mexicanos que sentimos la tragedia desde la distancia nos corresponde honrar su pérdida haciendo más que esperar que haya señalamientos y acusaciones en todas direcciones y no acabe sucediendo nada.

Más allá de depositar el peso de la culpa en una persona o un grupo de responsables, la labor fundamental del gobierno es tomar las decisiones necesarias para que tragedias como ésta no vuelvan a suceder. Nunca. Ése es el significado de hablar de instituciones, vocablo que provoca confusión en unos y urticaria en otros más. Como gobernados, no debe bastarnos con que se haga una pesquisa con el fin de dirigir una flecha roja hacia un culpable. La única manera de que no se repitan noches como ésta es encontrar cómo llegamos hasta aquí, y luego cerrar todos esos caminos plagados de opacidad. La discusión hasta el momento apunta a una falla estructural. Y tienen razón, pero se trata de una falla en la estructura institucional de nuestros gobiernos. Encontrar un responsable no va a cambiar un centímetro la dirección del futuro si no se discute cómo hizo ese o esos responsables para tomar esas decisiones tan equivocadas, cómo y hasta qué punto es seguro permitir la operación de una línea de metro con conocidas fallas estructurales.

La Ciudad de México ha sido desde hace varios años un bastión fuerte y leal al Presidente. Fue el mismo DF que confió en él como jefe de gobierno. La misma ciudad la que inundó las avenidas para evitar su desafuero. El mismo sistema de metro que llevó a cientos de miles de chilangos a celebrar la transición en 2018. Sanar la herida honda que deja la noche del cuatro de mayo asegurándose de que nunca vuelva a ocurrir es una obligación del gobierno capitalino, pero es también una deuda que tendría que saldar el Presidente con la Ciudad de México que le ha dado tanto.

@elpepesanchez

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