Me ocurre muy seguido que llego tarde a un meme. Cuando mis allegados ya absorbieron, deformaron y dispersaron una broma hasta hacerla aburrida, yo apenas comienzo a enterarme. Niego lentitud de mi parte y culpo al mundo de su prisa. De ahí que me sorprendiera muchísimo no solo descubrir que hay un botón en los videos que uno ve en línea y en las plataformas de streaming con el que uno puede aumentar la velocidad de reproducción. Así mismo, si a uno le parece que los diálogos van lento o el vloguero de su confianza está tardando en llegar al punto, puede meterle turbo y escuchar una voz veloz que por alguna razón asociamos a las ardillas.

No solo eso, decía. Sino que me vi oprimiendo el citado botón. No para meterle swing al video de una mañanera sino viendo una serie que disfruté mucho y, vergonzosamente, me costó mucho entender. Como si la serie Dark no fuese compleja en sí misma -con todos los Jonas y Mikels que vienen de todos lados-, me reconocí en la penumbra del cuarto queriendo verla más rápido. Luego de unos minutos de no entender nada no pude dejar de asombrarme por mí y ese acto semiautomático de ir más a prisa. ¿No es la cosa más irracional? Preguntábame en mis adentros. Se supone que uno pone una serie porque disfruta el tiempo invertido mirando la pantalla. Por que tendría la necesidad de que ese momento acabase más pronto. Buscando consuelo en línea, supe que no es un hábito exclusivo y que la visualización veloz es de lo más normal, sobre todo en consumidores de contenido jóvenes.

De algún modo, no puedo dejar de pensar que ésa es la razón por la que hay una producción agobiante de películas, series, canciones y libros. Según la UNESCO, cada día se publican poco más de seis mil libros. Y todos los días son lanzadas en plataformas de streaming más de 40,000 canciones. Naturalmente, no apuntan mis pensamientos hacia la censura o el detrimento de la creación artística y de entretenimiento. Pero cabe la pregunta de qué fue primero: nuestras ansias por consumir más o la sobreoferta de información que nos hace absorber frenéticamente lo que se nos cruza en la pantalla.

Pongamos un poco de calma. Cierto es que uno no tiene que andar por ahí con la pretensión de zamparse los seis mil libros o darle una escuchada a los cuarenta mil sencillos estrenados este domingo. El mundo es amplísimo y, por lo tanto, también el mercado. Hay nichos y segmentos y etiquetas que, de algún modo, reducen esa cantidad inmensa de contenido en las cosas que nos gustan. Pero esas cosas que nos gustan vienen del mismo lugar: la máquina implacable de vender contenido. De ahí que las compañías gigantes busquen con ansia mejorar el algoritmo de recomendaciones, para que un video nos lleve al otro y una serie a la que sigue. Nuevamente la direccionalidad se vuelve un problema: ¿guiamos nosotros algoritmo de nuestras cuentas y lo educamos a nuestro gusto o, inadvertidamente, vamos cediendo a lo que el algoritmo nos quiere mostrar?

Nunca he pensado que todo tiempo pasado fue mejor. Me gusta pensar que la entropía no lo gobierna todo y que la astucia humana apunta hacia la sensatez y la luz. Pero algo había en esos tiempos remotos donde uno tenía que esperar para el lanzamiento de un disco entero que permanecía en la cúspide de nuestras orejas por, al menos, un año. Y en esa espera de una semana para el capítulo siguiente, mientras discutíamos para dónde iban los personajes. Muchos prefieren este posmodernismo en el que un bloque de veinte capítulos se asoma en la pantalla, con la posibilidad de verlo 1.5 veces más rápido y poder publicar en las redes que nos terminamos la temporada uno, y que, la verdad, un poco derivativa y que Game of Thrones y que Breaking Bad.

El tiempo, esa cosa tan complicada de entender y atenazar por la Física, tiene más de artilugio humano que de dimensión universal. Por eso resulta tan extraño que nos parezca que todo tarde tanto en estos días. Habrá ámbitos donde cada minuto importa, naturalmente. Ahí reside la ironía más cruel de los días del Covid tardío. Ya nos vimos todas las series, y actualizamos las redes voraces porque el pasado remoto ya empieza con lo que se publicó apenas ayer. Nos devora la impaciencia por ir hacia ningún lado, por someter nuestros sentidos a las cosas bien hechas y las que nos hacen pasar el rato. Todo eso en la fila de una vacuna que se desarrolló en un tiempo tan récord que deberíamos seguir celebrando su creación. Y lo haríamos, seguramente, de no tener tanta prisa.

@elpepesanchez

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