El tiempo que duran las canciones en estos días es menor que hace diez y veinte años. Lo han estudiado académicos y listados de éxitos musicales. En el pasado, solía atribuirse el límite de duración promedio a cuestiones físicas, como la capacidad de un vinil o el costo y duración de cintas y casetes. Hoy que cualquiera puede grabar un disco en su recámara y no existen limitaciones plásticas porque toda la música es digital, se piensa que las canciones duran menos porque nuestra capacidad de concentración se ha reducido. Dicho de otro modo y con tinta de ironía, en tiempos donde se presume que la información es poder y hay más datos que seres humanos, somos menos capaces de asimilar información que el humano promedio de hace diez o veinte años.
Basta explorar por unos minutos redes sociales como Tiktok para encontrar prueba fehaciente de que la música popular dura cada vez menos en muchos sentidos. Los éxitos virales no tienen grandes preámbulos instrumentales sino que golpean al escucha directo con un coro repetitivo o un ritmo preponderantemente enfocado en el baile y la sorpresa. No sólo eso, tales canciones virales se comportan como eso, virus que palidecen cuando llega uno más nuevo a destronarlo en un par de semanas o incluso menos. Por eso es común para humanos de este tiempo reconocer música sin tener la más remota idea de quién la interpreta. Importa la viralidad, la velocidad y nada más.
Estas ideas propias de una discusión de consumo sonoro pueden encontrar símiles en otras dimensiones de nuestra vida posmoderna. Como dice un tuit famoso “everything happens so much”, que podría parafrasearse como “todo pasa demasiado”. Difícilmente podríamos decir que atravesamos tiempos intrascendentes o aburridos. No hemos podido sacudirnos al Covid y tenemos encima tantas otras calamidades con un nivel de detalle delirante. Desde la guerra en Ucrania hasta la polémica acerca del modo en que el país sede del mundial prepara estadios e instalaciones. De la viruela del mono a la recesión económica mundial en el horizonte cercano para algunos e inundando la cocina para otros muchos.
En el aire queda la pregunta: ¿hay tanta información que somos incapaces de filtrar lo importante de lo mundano? ¿Qué sucedió primero, pasó de moda el periodismo de investigación que se aferraba como un perro un caso o sucumbió ante la dinámica de presentar nuevas todo el tiempo aunque no se entienda nada? Ejemplos, en la era del big data, sobran. Hace unos días, la Suprema Corte de Estados Unidos dio un golpe de timón capaz de derrumbar una lucha por los derechos reproductivos que ha durado décadas, y uno más limitando la capacidad de la agencia de protección ambiental para limitar la generación de contaminantes de organizaciones privadas. Dos decisiones públicas que cimbran instituciones y derechos que se pensaban inamovibles y que afectan en un santiamén la vida de miles de personas.
En México y Latinoamérica ocurren cosas así, tamaño caguama, un día sí y el otro también. En ese vaivén de novedades, para llenar este par de renglones de lugares comunes, nada es más cierto como el dicho de que uno no siente lo duro sino lo tupido. De ahí que la banda sonora que musicaliza nuestros días sea frenética, repetitiva, fugaz. Esto no es una apología del pasado, más bien una pausa para tomar una bocanada y recordar que, ante la marejada del presente que ocurre tanto y con esta intensidad, hubo un pasado de comprar álbumes que se daban el lujo de llamarse así, de larga duración. Estuvo de moda pensar en una colección de canciones que sería escuchada de inicio a fin por alguien cuya capacidad de concentración alcanzaba para bajar la luz, servirse un trago y dejar que poco más de setenta minutos se escurrieran en las bocinas de un jueves cualquiera. No es queja, insisto. Y si lo fuera, habrá otra tocando impaciente la puerta esperando su efímero turno frente a nuestros ojos.
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