Ahora que andamos tan definitivos, querida ciudad, tan haciendo recuentos de lo bueno y lo peorsísimo del gobierno en este año, de la música que escuchamos, se me ocurre el resumen siguiente. Si tuviese que definir estos tiempos revueltos habría de decir que son dominados por la polarización y por un apetito indomable por generar ruido.
Claro que el radicalismo no es nuevo. Viejo como las cuevas, y desde que fuimos esos seres humanos adictos a la televisión y a los videojuegos con cables, ya nos enganchábamos en esa tarea de hacer la vida más interesante exagerando cualquier historia, estirando los atributos de una persona, llevando supuestos a extremos imposibles. Pero tal vez esta época, donde enterramos a la televisión y todos nos convertimos en un canal de transmisión de contenido, nos dimos cuenta de que entretener es más difícil que sentarse a ver gente jugar Minecraft. Y nos vimos haciendo lo que aprendimos de la vieja tele: creando publicaciones de redes sociales que exageran cualquier idea para hacerla menos gris, para aparentar que nuestra vida es menos aburrida de lo que en verdad es. Como si ir a la tienda rascándose la oreja fuese indigno, como si todo el tiempo tuviésemos que decir algo plástico que parece inteligente para pertenecer a esta generación a la que no le importa mucho la originalidad sino ser parte de la producción no de conocimiento sino de ruido.
Como en otras ocasiones, el caso de Karen (desaparecida en la CDMX apenas hace unos días y afortunadamente encontrada) dice mucho más de quienes opinan de él que de la propia Karen. Hay una reacción rarísima en el cerebro del mexicano que, pensada con calma, es hasta contradictoria. La captura de pantalla de un par de mensajes entre ella y su madre desencadenaron una ola enorme de preocupación en redes sociales. La encomienda de hallarla, aunque no pasara de compartir la publicación y detallar su grado de indignación, se hizo viral en cuestión de horas. No nos falla este gen solidario que se activa en la desgracia.
Lo interesante vino después. Cuando apareció. Por lo inusitado de su aparición con vida. Dejemos el dato claro, separándolo del ruido. En un país donde es prácticamente imposible que una mujer desaparecida sea encontrada tiempo después con vida, una excepción en la regla de impunidad absoluta se convierte en un escándalo. Entonces, nos vimos fuera de nuestro elemento. Lo habitual es encontrar una publicación, compartir y olvidarse del tema. Porque nunca se vuelve a saber nada, o porque la noticia de un caso más que cierra con un cuerpo hallado sin vida no nos hace detener la vorágine de datos que se atropellan frente a los ojos.
Y vino una indignación inverosímil. No lo sé de cierto, pero parece que el enojo ante el desenlace de Karen -quien había estado en un bar cerca de casa- fue todavía más viral que la solidaridad anterior por encontrarla. Sí, estaba viva, pero eso era ya lo de menos. Había que mostrar que nos tuvo en vilo y compartiendo su fotografía como desesperados. Y todo ¿para qué? Si nunca había estado en peligro, si le mintió a su familia para pasar un rato en el bar. ¿Cómo se atreve a jugar con nuestra angustia de esa manera, y a darnos un final tan anticlimático, tan distinto al que la inercia nos ha forzado a anticipar?
Como si alguno de nosotros hubiese hecho más que compartir la publicación. Como si hubiese traicionado una larga amistad engañando a un país entero. Y tenemos que ser partícipes. Subirnos al tren. Mostrar que existimos, aunque sea para ser la caricatura de nosotros mismos. No podemos quedarnos callados y, al menos, admitir que hallarla viva es un gol en un partido que vamos perdiendo por paliza. Que ojalá al menos diez por ciento de los casos de desapariciones acabaran de este modo. Porque, dentro del ruido, puede salir otra idea sólida. De haber compartido más características el caso de Karen con el de otras mujeres mexicanas desaparecidas, muy probablemente no habríamos vuelto a saber de ella.
Porque no decir nada -no publicar- es el mayor pecado en nuestra comunidad. Y como hay que publicar mucho para tener más clics y más iconos de agrado, no podemos evidenciar lo trivial de nuestros días. Quejarse vende, incluso en redes de información inútil y saturada. Nos rasgamos las vestiduras porque defraudó nuestro activismo virtual. Se queja el influencer cuyos seguidores son puros amigos de la escuela y un montonal de primos y tíos. Se queja porque rayan los monumentos. Porque manifiestan y hacen catarsis sobre lo insoportable de la masacre de mujeres bailando. Porque se ponen una mascada verde. Porque inventan una canción llena de símbolos. Porque la canción, aparte de un himno de lucha, es pegajosa. Porque muestran su cuerpo para pegar un grito que apenas asome la cabeza por encima de tanta información frívola. Porque no cumplen con cualquier absurda preconcepción de feminismo que habite en sus poco amuebladas cabezas.
Y hacen tanto ruido que todo se vuelve intrascendente. ¡Qué exagerado! Así es el mexicano. Ingenioso, burlón hasta de la misma muerte. Pero esa indignación sustentada en nada, y esa larga lista de bromas y burlas sobre el caso no hace más que normalizar lo otro, lo que retorcidamente muchos -exceptuando la familia- esperaban que sucediera porque hace juego con su solidaridad de unicel.
Qué revolucionario, distinto y prudente sería quedarnos callados. Como dice Drexler,
Todo el mundo intentando venderte algo
Intentando comprarte Queriendo meterte en su melodrama
Su karma, su cama, su salto a la fama
Su breve momento de gloria
Sus dos megas de memoria
Subirte a su nube como un precio que sube
Para luego exhibirte como un estandarte
No encuentro nada más valioso que darte
Nada más elegante que este instante
De silencio
Silencio