Poco reparamos en ello, pero la pandemia ha tenido sus efectos hasta en las más abstractas construcciones humanas. ¿Qué cosa es el tiempo si no esa línea que es para muchos de nosotros confusa sobre cuándo era marzo de 2020 y qué pasó en todos estos días que ya se terminó el 2021? Entre llamadas virtuales y mascarillas cuyos resortes han visto mejores días, hemos tratado de recomponer esa normalidad que tanto añoramos los meses pasados. La música vuelve a sonar en conciertos abiertos y las carreras de coches velocísimos nos remiten a ese pasado donde no nos cruzaba por la cabeza hacer fila para vacunarnos.
La esperanza nunca muere, se suele decir. Y la metáfora parece especialmente cruel en estos tiempos. No carece de verdad, sin embargo. Tenemos tantas ganas de darle vuelta a la página que nos sienta muy mal leer sobre nuevas oleadas y variantes de una realidad que nos ha dolido tanto y se rehúsa a dimitir. Quién iba a decir que lo más difícil de los días apocalípticos sería su lentitud, su manera tan ingrata de vender cara su derrota. El tiempo que se ha vuelto confuso, fluido y pastoso en estos meses avanza hacia quién sabe qué otra normalidad en la que nos acostumbraremos a vacunarnos cada cierto tiempo, a avisar con prontitud y franqueza a quienes queremos si nos pega un resfriado en forma de caballo de Troya. En qué momento volveremos a bajar la guardia y escuchar un estornudo como sólo eso.
Claro que no hemos llegado hasta aquí para plantar la bandera de la pena y la pesadumbre. Estamos todavía muy metidos en el lodo para reconocer las victorias dentro de tanta derrota. Fuimos capaces como humanidad de inventar una vacuna en un tiempo -nuevamente, tiempo- absolutamente inverosímil. Ningún adelanto científico va a llenar el hueco que toda la pérdida acumulada nos ha dejado pero no deja de sorprenderme el milagro de un líquido frío y una aguja como la barrera entre los muchos que nos dejaron y los muchísimos más a los que podemos sonreír tras la mascarilla porque lograron vacunarse a tiempo.
La batalla está lejos de terminar, por mucho que nos pese. Habrá que hacerle un nudo a ese pedazo de tela que tapiza la nariz como el símbolo de la resistencia ante el caos. Habrá que seguir con la guardia arriba, y seguir encontrando maneras de evitar contagio, recuperarnos más pronto, plantarle cara con más elegancia al virus. Pero aunque no signifique nada para el resto del cosmos, aunque son imperfectos nuestros calendarios y a nadie le importe más que a quienes sobrevivimos en este pedazo de piedra lleno de agua, aquí seguimos. Para lamernos las heridas (metafóricamente; no vaya a lanzarse al convivio de la carne y la saliva todavía), para llegar al fin de año sacudiéndonos el polvo de nuestros vestidos y camisolas. Y celebrar que aún tenemos fuerza para imaginar el año que viene con la alegría de quienes vimos el punto final y le escribimos un párrafo abajo en protesta.