El país atraviesa días históricos en muchos sentidos. Con simpatizantes y detractores, el sexenio de Andrés Manuel fue todo menos uno insípido. Todavía más, aunque la sola representación simbólica de género no garantiza el avance en la equidad de género o en la política de garantizar derechos básicos a las mujeres, es un logro que tardó mucho pero incontestable el que una mujer asuma el cargo del ejecutivo nacional. Hay un montón de conjeturas y dudas sobre la distancia que tomará la presidenta de un liderazgo que le haría sombra a cualquier persona en el país, y aunque resolver algunas de esas preguntas sería interesante resulta un poco ocioso abordarlas dado que la realidad está apenas desenvolviéndose ante nuestros ojos.

Conviene, pienso, plantear dudas que aunque no se resuelvan sí ayuden a una conversación pública de hacia dónde va México. Vierto aquí, entonces, preguntas de gobernanza relativamente pura. El encargo más importante que tiene nuestra presidenta y el más complejo es justo ése, gobernar. Asignarle un peso a cada problema público y atacarlo con los recursos correspondientes. Eso también es política: decidir a quién en una sociedad le toca qué y cuándo. Todavía más, un punto crítico donde se junta la política con las políticas públicas es responder de dónde se sacan los recursos para decidir a quién le toca qué.

Uno de los avances más celebrados del sexenio que acaba de concluir es la reducción de la pobreza. Como problema público complicadísimo, hemos separado distintas dimensiones y niveles de pobreza porque se atienden de manera relativamente diferente. Así, hay pobreza alimentaria y patrimonial, y pobreza urbana, rural, extrema. Una de estas aristas del problema se vio reducida, en principio, gracias a programas sociales implementados por el gobierno federal. De manera concreta, transferencias directas de efectivo, lo que se conoce más comúnmente como apoyos monetarios. El más notorio y que tuvo mayor aumento en estos años fue el enfocado en los adultos mayores, aunque hubo otros de menor tamaño para jóvenes, por ejemplo.

¿Cómo atacan la pobreza estos apoyos? La historia es relativamente simple: el gobierno transfiere recursos individualmente a poblaciones vulnerables que no pueden cubrir necesidades básicas mensualmente. El círculo virtuoso en el que guardan esperanza este tipo de apoyos es que, quienes lo reciben, lo gastarán en negocios y servicios locales, moviendo los engranes de la economía desde el consumo y así, de abajo hacia arriba, se favorece directamente a quienes menos tienen e indirectamente a quienes son menos vulnerables. Hasta ahí, estos programas sociales no parecen muy difíciles de operar.

El problema es la pregunta que nos hemos hecho en lo individual un montón de veces. Queremos ir a un concierto a fin de quincena, o ahorrar para unas vacaciones o comprar un coche usado y la voz de la realidad retumba preguntando ¿y todo eso, con qué ojos? La misma pregunta tienen que resolver los gobiernos de todo el mundo cuando discuten, eligen e implementan programas sociales y de otras áreas de política pública. El gobierno saliente encontró en fideicomisos y fondos para desastres naturales, por citar algunas fuentes, recursos de donde podían financiarse estos apoyos monetarios. Hay una decisión importantísima de gobernanza justo en ese punto. Dado que no tenemos recursos para echar al cielo, atendemos la pobreza de los más vulnerables de un modo jalando la cobija hacia ellos, aunque otra parte de la vida pública se quede descobijada, como ha sido evidente en la reacción a desastres naturales recientes.

La pregunta se retuerce de compleja todavía más si pensamos lo siguiente. Hubo en el sexenio anterior una discusión fuerte sobre la conveniencia de desaparecer estos fideicomisos y fondos. Uno puede estar de un lado u otro de la discusión pero todo eso es tiempo pretérito ahora. Esos fondos efectivamente se extinguieron y ese dinero ya nos lo gastamos en programas sociales. Una pregunta que suele también aparecer cuando se implementan programas de apoyos monetarios es ¿cuándo deberían reducirse o desaparecer? Y la respuesta, naturalmente, debería ser cuando la población vulnerable no los necesite más pero, ¿qué pasa si la pobreza, como muchos problemas públicos, se redujo pero no desapareció y ese ahorro producto de descobijar algunos temas que fueron considerados menos urgentes cada vez se ve más flaco? Decidir de dónde tomar recursos para inyectar en otro lado es complejo, pero lo es más gobernar la inercia de decisiones anteriores ahora que no se tiene mucho de dónde cortar. Eso importa un poco más, se me ocurre, que explicar si nos gusta o no el nuevo emblema del Gobierno Federal.

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