Nos detenemos muy poco a pensar en ello, pero una característica común de este tiempo es que algunas cosas que uno pensaría que perdurarían un montón colapsan. Todavía más, lo hacen relativamente despacio, en una especie de cámara lenta tan anticlimática que parece que no están cayendo sino flotando. El caso de Twitter se me antoja un ejemplo perfecto. Se trata de una red social que ya venía haciendo aguas, como otras varias. Un espacio que sonaba tan poético hace algunos años como la primavera árabe y que hoy es bien conocido como una sala de gente enfurecida y dispuesta a demostrar que siempre hay alguien en desacuerdo con absolutamente cualquier cosa. Frente a redes más fugaces y orientadas a compartir videos o imágenes, los tuits han venido perdiendo terreno desde hace algún tiempo.

Aunque el pesimismo sobre Twitter no es reciente, sin duda se agudizó desde que comenzó el rumor de que Elon Musk acabaría comprando a la compañía. La transacción fue igual de anticlimática y pixeleada que el supuesto fin que muchos vaticinan. Entre estratagemas para no vender, idas y venidas de un millonario que, hasta hace poco, ponía todas sus canicas en la colonización de Marte, la red social cambió de manos y ha generado una ola apocalíptica de nostálgicos tuiteros. Sin dejar de azotar las teclas, usuarias de todo el mundo se han despedido en broma y en serio de la red. Decisiones muy desafortunadas del nuevo dueño han sido combustible de quienes ven el inminente fin de la red. Aunque Musk no sólo está acostumbrado, sino que constantemente busca ser el centro de atención, la discusión sobre el destino de Twitter abre la lente de manera muy interesante para discutir el papel del propio Elon Musk en la sociedad posmoderna.

Insertemos aquí a la gobernanza como un concepto que nos permita discutir la responsabilidad de intereses privados en la vida pública. En la segunda mitad del Siglo XX, y tras un montón de crisis y recesiones, la humanidad se dio cuenta de que los gobiernos no eran ya capaces de enfrentar por sí solos los problemas públicos sin ayuda de nadie. Todavía más, se reconoció que no era deseable que los gobiernos fuesen la única voz y fuerza responsable de pensar en nuestros problemas como sociedades, de diseñar soluciones para ellos y ponerlas en marcha. De eso se trata la transición de pensar en gobiernos a pensar en gobernanza: necesitamos que los gobiernos coordinen y sumen esfuerzos con el sector privado, las organizaciones no gubernamentales y la sociedad civil en general para identificar y atender problemas como la pobreza, el cambio climático y la desigualdad. El fondo de esta idea es quela solución a muchos problemas no sólo depende de la colaboración de todos sino que los intereses privados que se han desarrollado gracias y junto con la sociedad tienen una buena carga de responsabilidad por los embrollos en los que nos hemos metido como humanidad. El ejemplo más nítido es el cambio climático. Las organizaciones privadas no solamente tienen a la mano acciones para reducir el problema sino que son muy responsables del calentamiento global y sus consecuencias inmediatas.

En este orden de ideas, permitirnos discutir el papel de las empresas y las personas que las encabezan es todo menos un chisme y una charla de café. Porque las decisiones de un grupo pequeñísimo que concentra riquezas más grandes que las de países enteros afectan a mucha más gente que la que trabaja para ese grupo y quien consume sus productos. Cuando un negocio como Twitter crece a un punto que le permite a su dueño aplicar una definición estrecha y subjetiva de la libertad de expresión, las implicaciones de estas acciones trascienden la esfera privada. Por eso la crítica de que los millonarios pueden hacer lo que quieran porque es su dinero y sus empresas y, si les viene en gana, los atan a un cohete y los ponen a orbitar la Luna es endeble.

Nunca ha sido santo de mi devoción, Elon Musk, y siempre he tenido suspicacia sobre sus intenciones en los avances de la exploración espacial, pero el nivel de influencia que tienen sus arrebatos y designios sobre la comunicación global y lo que se discute en las agendas gubernamentales nos obliga a ir más allá de discutir si era más simpático cuando quería manejar uno de sus coches en Marte. Son tiempos donde hemos visto un desenrollamiento de la figura de una persona millonaria en celebridades a las que se les atribuyen, en la mayoría de los casos, virtudes que no poseen. Evidentemente, Musk no es el único a quien le queda el saco a la perfección.

Los millonarios de hace unas décadas, como dice el meme, se dedicaban a inventar el retrete del futuro y a apoyar galerías de arte. Hoy, que les da no sólo por opinar de todo sino por asumir que su papel es abrir y cerrar puertas, y nombrar la realidad a medida de su visión egocéntrica, nos corresponde asumir un papel de sociedad menos ingenua en el gran escenario de la gobernanza. Ya pasaron muchos años desde que compartíamos memes de todos esos empresarios exitosos que se habían salido de la escuela y habían triunfado increíblemente. Hemos visto una y otra vez el poder de la unidad civil a través de las redes en movimientos sociales, terremotos, tragedias, y también nos toca ver la decadencia de esos canales que prometían conectarnos a todos y darle un micrófono a quien quisiera ponerse un nombre después de la arroba. Cuando el hielo seco que circunda a estas celebridades se esfuma, nos toca no sólo verles las costuras sino asignarles la importancia y el peso que merecen. No votamos por ningún millonario, pero sí está en nuestras manos dejar de alimentar al troll, evitar hacerles el caldo gordo, darles más importancia de la que tienen y asumir que saben más que nadie sobre cosas que entienden muy poco. Todo gran poder, como le dijeron alguna vez a Spider-Man, implica una gran responsabilidad. Y a punta de tuitazos comenzamos a ver que Musk parece tener muchos más rasgos de Lex Luthor que de Tony Stark

Google News

TEMAS RELACIONADOS