Como toda disciplina, la Psicología guarda términos rimbombantes para etiquetar patrones cotidianos del comportamiento humano. Esto quiere decir que hay por ahí un término cientifiquísimo para usted, que ha sido calificado como “más necio que una piedra”, entre muchos otros. Se me ocurre que revisitar una de estas etiquetas conceptuales sería harto útil en estos tiempos en los que nos da por pelear, ya sea en la mesa de la cocina, en el semáforo o en la red social que usted mande.

Se le llama sesgo confirmatorio al patrón de conducta en los humanos que tiende a priorizar y valorar con mayor intensidad la información recibida que coincide o empata mejor con las creencias propias. En efe, querida ciudad. Nuestra memoria es selectiva, subjetiva, mañosa. El ejemplo más básico de este sesgo cognitivo (para que se de usted vuelo explicándolo) es el siguiente: uno va y compra un abrigo anaranjado. Y entonces regresa a casa a contarle a su cohabitante que se compró el abrigo, y agrega que lo encontró en descuento de fin de temporada. No sólo eso, afirma preguntando: "está increíble, ¿apoco no?” El interlocutor, igual de sumergido en las normas sociales y sesgos de la memoria le contestará solidario que es el mejor abrigo que ha visto, que de dónde es, para traer más, que qué bueno que usted aprovechó ese descuento disparatado y que qué bonita tela. Porque después de darse un gusto así uno no busca alguien que le interpele “¿y con qué te vas a poner ese abrigo anaranjado?” o el aún más odioso “pero si ya tenías un abrigo color miel muy parecido”. Pero si corre usted con la mala suerte de encontrarse con ese indeseable interlocutor, no se inquiete. Su cerebro tiene preparado el mecanismo anulador: el dichoso sesgo de confirmación. Cuasi instintivamente, su memoria se quedará con el comentario de quien lo ve a usted como a Leonardo DiCaprio y esconderá en algún cajón de su cerebro la vil mentira de que habría sido mejor comprar una talla más grande (y que no estaba, siendo honestos, tan barato).

El concepto en cuestión nos viene bien, querida ciudad, en esta coyuntura en la que nos zarandeamos el cuello de la camisa a la menor provocación. Dejamos que el sesgo de confirmación se pasee frenético en la pradera de nuestra racionalidad y nos volvemos ávidos consumidores de información pero terribles intérpretes de la realidad que, aunque construida colectivamente, es considerablemente palpable. De ahí que no haya punto medio en las discusiones de qué hacer con el avión presidencial, del porqué debe importarnos que una familia decida bajarse de un vuelo comercial donde viaja el presidente en vez de hacerse una selfie, de por dónde empezar a lamerse las heridas como país que sigue haciendo de cuenta que la violencia está desbordada.

Porque apenas aparece un dato (oficial, anecdotario, mal citado o corregido), nos apresuramos a pasarlo por la carnicería de verdades que tenemos en el cerebro. Y luego armamos un embutido de realidad que se parece mucho a lo que tenemos bien arraigado pero muy poco a lo que en verdad está pasando. Ejemplo número dos: el avión a lo mejor sale en una rifa. El sesgo de unos va para un lado: “qué manera tan astuta de burlarse del dispendio de las administraciones pasadas, destruyendo la idea de opulencia y poniendo el sueño al alcance del pueblo en un cachito”. Y el de otros tantos dirá “¡claro! Ahí va el pueblo a pagar dos veces el mismo avión. Y en qué cabeza cabe, ni que lo fueran a meter en su terrenito ése, que además está intestado”. Ambas asimilaciones tendrán un pedacito de realidad en sus reclamos, y quien escuche al otro defendiendo estas ideas usará su afiladísimo cerebro para decirle “¡ah, pues más a mi favor!”. Y encontrará argumentos sofisticados y, a la vez, convincentes, como dice Serrat, para usar la perspectiva sesgadísima del otro en su favor y, así, atropellar un argumento falaz con otro.

El sesgo de confirmación es automático, instintivo, me corregirás, querida ciudad. Y es cierto. Algunos científicos afirman que cuando recurrimos a recordar convenientemente más unos pedazos de información que otros porque incomodan menos a nuestras creencias previas, utilizamos las mismas zonas de nuestro cerebro que usaríamos si encontramos un gorila en el andén del metro Insurgentes y dejamos que cunda el pánico. El sesgo de confirmación es un mecanismo de defensa, pero bien haríamos en admitir que lo tenemos, al menos. Promulgar que ostentamos la verdad única y todopoderosa en las redes sociales no sólo es absurdamente erróneo sino que abona a que nunca salgamos cada uno de ese sesgo cognitivo para encontrarnos en un punto medio. La misma lectura de esta nota genera opiniones divergentes. Y eso está muy bien, en tanto logremos aceptar que asimilamos y recordamos datos siempre desde esa manera en que percibimos al mundo.

Claro que se puede lidiar con el sesgo de confirmación, e incluso hay otros estudios que rechazan semejante concepto. Pero si estamos tan interesados en ver nuestras ideas estampadas en un muro virtual rodeados de amigos virtuales a los que seguimos porque publican y le dan me gusta a cosas muy parecidas, a lo mejor vendría bien reconocer que, con mucha frecuencia, escuchamos argumentos sin que remotamente se acerquen esas ideas al campo donde pondría en duda las nuestras. Que a lo mejor otros han pensado más en un asunto y lo entienden mejor, que no a todo le puede saber uno con lujo de detalle, y que quienes nos vieran en una pantalla se reirían a carcajadas de nosotros cuando, en las discusiones recientes, nos elevamos muy ufanos diciendo “ah, pues más a mi favor”. Porque la realidad nos restriega en la cara que todo es menos a nuestro favor. Que ganar la discusión, darle en los dientes a otro a punta de tuitazos no nos saca de pobres, ni nos hace menos corruptos, ni le abona centésimas al PIB. Ni siquiera nos reditúa en la más blandengue alegría.

@elpepesanchez

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