Se terminan las olimpiadas como se termina una bola de queso: con melancolía. Por un par de semanas miramos a la gente más espectacularmente ágil del mundo y nosotros nos convertimos en un extraño sortilegio parasocial también en parte de sus hazañas. No se trata de una magia menor. No sé tú, pero entre una justa olímpica y otra, reconozco que no sigo las competencias de clavados o tiro con arco. Cada vez entiendo y disfruto menos la liga de futbol mexicana y nunca he destacado por mi atletismo. No soy el único, como diría Lennon y, pese a todo, por un puñadito de días entendemos cuando un clavado no logra la vertical y qué tan malo es salpicar agua. Estuve sentado con mi familia mirando la pantalla mientras me explicaban con detalle máximo cómo se lanza el martillo y la jabalina, cuán importante es una milésima de tiempo aunque no podamos describirla y cómo se marcan los puntos en los combates cuerpo a cuerpo.
Después se vuelve a lo de antes. De ahí la melancolía. Me recuerda mucho a los cumpleaños de mi infancia, cuando había que bajar a despedir a todo el mundo y luego subir a recoger la mesa, a guardar en una bolsita de plástico las velas que todavía aguantaban el próximo cumpleaños, acomodar las sillas del comedor en el silencio cotidiano que antecede a un lunes implacable. Así nos pasa ahora cualquier edad, mucho me temo. Somos criaturas de fiesta y de compañía. Por eso las olimpiadas importan aunque no seamos tan aficionados y aunque no se hable de barras asimétricas en un buen tiempo. Son este remanso increíble donde no importa que el país esté patas arriba, sin importar el país en el que vivas. Todos están haciendo aguas. Eventos globales así pesan para bien en el corazón porque podemos compartir un pedazo de pan, un buen bistec y un pescado en la mesa mientras miramos a la gente haciendo acrobacias y probando que los humanos podemos competir y jugar poniendo todo el empeño en ello sin necesidad de herirnos realmente.
Tampoco somos ingenuos. En México sabemos cómo es este asunto de las olimpiadas y del mundial y de casi todo realmente. Tenemos un optimismo casi religioso que se juega todas sus canicas en el milagro de la victoria contra todo pronóstico. Porque no encuentro otra explicación para pensar que se le puede vencer a equipos que han invertido recursos, tiempo, energía y tienen un sistema en marcha desde hace tiempo para formar atletas de todos los niveles. Un sistema donde de identifique a humanos con talento y un montón de fuerza de voluntad. Ésos hay en todos lados. No es que hayamos perdido la lotería genética y estemos destinados al infortunio. Hay humanos capaces de romper récords en todos lados. Lo que no sucede siempre es lo otro Un sistema de seguimiento y apoyo que garantice que quien se prepara como atleta profesional puede hacerlo comiendo bien y sin preocuparse por llegar a fin de mes. Uno donde haya funcionarios que no busquen doblar las reglas para asegurar el beneficio individual y sacrificando el progreso de jóvenes que no dejan de intentarlo. Uno donde las burlas y humillaciones no vengan de quien tiene un empleo en una organización pública cuya encomienda es apoyar atletas y buscar el mejor progreso deportivo que el país pueda alcanzar. Tan acostumbrados estamos a que en México el éxito sucede pese al gobierno y no gracias al gobierno que preferimos apostarle al garbanzo de a libra. Al milagro que hace que se junten por serendipia las condiciones que hagan de alguien que tenía todo para fallar una proeza. Buscamos en esas olimpiadas esos milagros con el mismo ahínco con el que se planta un atleta en cualquier pista. Por eso importan tanto estos eventos que nos visitan cada cierto tiempo como un cometa peregrino.
Afuera está todo lo terrible, y no es que deje de ser menos terrible cuando no estamos mirando. Y no es que deje de importarnos que desde nuestra ventana se mira Venezuela y México y todas esas cosas lúgubres y sórdidas que pasan en todos lados y hacen de este mundo un sitio inhóspito. Afuera no deja de ser difícil navegar estos tiempos ingratos y lamentar que tantos humanos vivan los peores momentos de su vida. No estamos precisamente bailando mientras el barco se hunde como los músicos del Titanic pero, por un espacio muy breve, hay una familia que encuentra un pretexto para sentarse a la mesa y flotar como ese globo se suspende en el cielo parisino. Y aunque no ganemos ningún oro y haya tantos deportes donde solo somos espectadores, uno mira en la televisión cómo se abrazan las familias mexicanas de deportistas y es imposible no abrazar a la propia con una alegría tibia y cercanita. Ya después recogemos la mesa, pero hoy hubo motivos para discutir un clavado y sabernos vivos. Y partir una bola de queso.