Se me ocurre que el tamaño de un evento que transgrede la normalidad puede medirse por el número y calibre de las instituciones que vuelve obsoletas o irrelevantes. Yo sé que mi experiencia es individual, anecdótica y ni una pizca estadísticamente representativa, pero imagino que no seré el único que hace meses no se ajusta un reloj de pulsera. Paso tardes enteras preguntándome qué pensará de mí ese par de botas arrumbadas en el clóset. Y, todavía peor, me vi al espejo con el frasco de loción en la mano como un cavernícola sosteniendo una tableta.
Nos hablamos por teléfono y nos miramos en las cuadrículas de cinco o diez pantallas que parecen peceras de pares de ojos aburridos. Nos decimos que estamos bien, porque lo estamos, pero estamos tan embarrados en esta realidad que no podríamos ver la big picture ni aunque la produjera Netflix. Añoramos ese tiempo en el que nos quejábamos del tráfico, de lo caro que está todo en el súper mercado, sin saber bien qué normalidad nos espera del otro lado de la crisis. Tal vez así debió sentirse ese puñado de generaciones que estuvieron al filo del fin de la Edad Media. A lo mejor exagero, pero dudo que quienes vivieron momentos de efervescencia previos a un mundo nuevo estaban plenamente conscientes de estar ante un cambio mayúsculo. Como es harto improbable que el cavernícola se asumiera obsoleto, anacrónico, a punto de ser relevado.
Claro que está totalmente fuera de nuestras manos, la manera en que habrá de registrarse este tiempo ingrato nuestro en el dispositivo que suceda al libro en quinientos años. Pero hoy que recibimos a todo mundo en la sala de la casa, que no nos entran los zapatos, que tenemos un pants de batalla y nos abotonamos la camisa cuando hay reunión con video, que abrazamos al perro las veces que deberíamos, a lo mejor nos viene bien sincerarnos.
¡Cuánta petulancia! Perdiendo el tiempo en imaginar cómo nos leerán los del futuro, cuando hay gente pasándola mal en tiempo presente. Pues sí, y tanto se puede hacer por otros y por uno mismo en esta cuarentena, pero la pregunta no caduca. Si alejamos el zoom a nuestras vidas, a lo mejor la perspectiva ayuda un poco. Somos esa generación que sale a correr en medio de la pandemia, que atiborra el mercado de las flores el siete de mayo, librando con magnífica astucia la mala jugada de cerrar el mercado en pleno día de las madres.
Uno no elige las cosas que trascienden, es cierto. Y también está ese otro viejo dicho de que la Historia la escriben los ganadores, aunque nunca queda claro quién ganó qué cosa. Pero a lo mejor la construcción del telescopio más potente jamás creado acaba en una nota al pie en la enciclopedia que defina a nuestro tiempo, cuando las primeras líneas se ocupen en describirnos como esa generación que se sentó en una montaña de big data a descreer en la ciencia, a poner en duda hechos objetivos, difícilmente refutables. El periodo histórico en el que gobiernos enteros le apagaron la luz a los microscopios y al desarrollo científico justo cuando un virus nos ganaba por goliza.
Qué clase de oscurantismo nos creamos, que cualquier teoría de la conspiración cuadra. Porque los chinos, porque los rusos, porque el 5G, porque alguien gana incluso cuando todos pierden. Cómo resistirse al desvarío, hoy, que tenemos amigos que trabajan en el hospital que no vas a creer lo que me dijeron. ¡Cifras de las buenas! Que se maquillan casos y se esconden muertos, te lo juro por el Santísimo WhatsApp. Confundimos la lectura crítica de la información que se nos presenta con la celebración de la banalidad. Hoy, que todo cabe en nuestro teléfono, le asignamos igual veracidad a un reporte del ministerio de salud del país que usted mande que al meme tan simpático sobre los cubrebocas. Ése que nos mandaron y al que respondimos con un montón de jajaja, sin cubrebocas y, en realidad, sin una gota de risa.
Hay una ironía profunda, atroz y, por lo mismo, casi poética en nuestro comportamiento ante la pandemia. Nosotros, que no somos el héroe de la película apocalíptica, ni los últimos sobrevivientes, ni los científicos que están descubriendo una vacuna. Nosotros que tampoco somos los que ya vivíamos una crisis antes de que cualquier virus desembarcara, para quienes la cancha ya estaba desnivelada incluso antes de que se les ocurriera cerrar la economía mundial. Los que hacemos puchero porque no se puede hacer bien la despensa en el teléfono, que estamos rodeados del conocimiento milenario de la humanidad almacenado en un demonial de pdfs de acceso relativamente libres.
Los mismos que, ingenuos, nos reímos de lo que sabemos del pasado como si nunca nos fuese a pasar a nosotros. Moralmente superiores montados en un ladrillo hecho de wifi, de vacío lleno de datos sin contraseña. A lo mejor exagero y no somos los que antecedieron al Renacimiento, el punto de quiebre, el añorado aplanamiento de la curva. Pasa todo tan rápido que, a lo mejor, ese boleto a estelarizar la transición a otra posmodernidad se confundió en la bandeja de correo no deseado.
@elpepesanchez