El arte no suele tener otra pretensión más que la de expresar y evocar una serie subsecuente de expresiones. Con frecuencia, tenemos un sesgo hacia lo estéticamente agradable a los sentidos. Pero buena parte del arte que perdura por lograr transmitir emociones efectivamente lo hace mientras incomoda a quien lo aprecia. Miramos en esas piezas mucho de lo que nos aterra de nosotros mismos, o de lo que negamos con tanta vehemencia que casi nos lo creemos. Lo decía con más elegancia Octavio Paz : “fatal espejo: la imagen deseada se desvanece, tú te ahogas en tus propios reflejos. Festín de espectros”.
Y qué tamaña clase de espectros se nos tienen que aparecer en estos tiempos de tapaboca y curvas indomables para que nos provoquen inquietud. Aunque, visto de otro modo, la pandemia y la coyuntura social y política nos han vuelto estas palomas de papel periódico llenecitas de pólvora y con una mecha cortísima. No hay cosa de la que no tengamos opinión y por la que no estemos ahorcando al que está al otro lado de la pantalla ante la menor provocación. Culpamos al gobierno en turno de polarizar a la sociedad, pero somos incapaces de librarnos de esa corriente que busca tener la razón a cualquier precio, pegando de gritos en letras mayúsculas de la red social que se le antoje y recetando nuestra visión perfectísima del mundo a los miopes que no pueden ver lo que vemos. Póngase en el bando que guste, todos salimos embarrados del consomé de polarización y ánimos exacerbados.
Bajo esta luz y estas vibras enrarecidas uno tiene la oportunidad de ver la más reciente película de Michel Franco, Nuevo Orden. Los tiempos D.C. (Después, o durante el Covid, según su pesimismo) nos han obligado no sólo a pedirle a alguien que no nos arruine la película tirando spoilers inocentemente. Ahora también tenemos que pedirle a quien nos cuente sobre ella que al menos la vea antes, porque tirarnos spoilers habiendo visto nada más el corto es peor que tratar de narrarle un meme a nuestro vecino.
La película es una distopía. Esto es, la historia de una realidad diferente a la nuestra en la que las cosas nos salen terriblemente mal como humanidad y el fin del mundo se parece más a lo que pensaríamos del fin del mundo. La película de Franco no está necesariamente ambientada en el futuro, o no en uno muy distante. Y es eso, tal vez, lo que la vuelva escalofriante. No es preciso arruinarle la película para dejarle saber que es tremendísima en su planteamiento de México como proyecto social y tremendísima también en su fotografía y el impacto visual que producen algunas escenas.
Pero es más escalofriante todavía porque hace bien lo que las distopías que han perdurado en la memoria logran: retratar aspectos de esta sociedad que sí somos y mezclarlos con una imaginación harto pesimista. Los personajes que hablan en la película son nuestras voces estiradas, pero no mucho. Son el producto de una polarización que no pudo repensarse en otra cosa más que en conflicto. ¿En qué cosa tan triste nos hemos convertido, que ya sabemos a quién no leer, con quién no hablar y a quién darle el avión en nuestro círculo más cercano? Porque sólo nuestro bando tiene la razón y la combinación perfecta de ligas informativas que alimentan la verdad que nos queremos contar.
Las contiendas son emocionantes en el arte, en esas batallas épicas de orcos contra elfos, y en una partida de tenis cerradísima y alucinante. Nuestra idea de democracia se ha venido distorsionando por la manera en que elegimos a quienes tomen decisiones en nuestro nombre. Dado que hay elecciones, colores, slogans, votaciones, ganadores y perdedores creemos que el mundo funciona así a la mañana siguiente y de manera perpetua. Pero construir un proyecto político y social más humano y justo no se consigue con la mentalidad de la contienda y el conflicto hueco. Claro que disentir es parte de nuestra naturaleza y debe ser defendido como la libertad más absoluta. Pero hay una diferencia que hemos dejado de distinguir entre disentir y pelear. Nos hemos comprado el argumento de que la justicia es lo mismo que la revancha. La burra no era arisca, es muy cierto, pero dejarnos llevar por el camino que no busca aliviar a los más desfavorecidos sino partirle la crisma a los que lo han tenido todo terminará, sin que nos lo tenga que contar ninguna película, en una derrota insuperable para todos.
La revancha sabe bien en la ficción y en el deporte. Pero un país no levanta sus escombros como lo tiene que hacer México buscando a quien pague por el coraje acumulado. Bajo ningún motivo esto debe confundirse con una disculpa blanda y misericordiosa a quienes se han aprovechado por décadas de la pobreza, la miseria y la ignorancia. Pero por ese mismo coraje e impaciencia acordamos construir un país, uno que esté basado en el estado de derecho. Que no active su maquinaria de investigación y procuración de justicia coincidentemente contra quienes manifiestan su desacuerdo con decisiones públicas.
Nada más difícil que reconocer en nosotros el apetito por la venganza más que el anhelo de justicia. Porque buena parte de este discurso revanchista que persigue a unos sí y a otros no es sólo eso, discurso. En la mayoría de los casos, ninguno de esos eventos de justicia selectiva se convierte en más libertades para quienes han sido sistemáticamente explotados. Pero el arte, como en tantas otras ocasiones, impone sus colores hasta en nuestros días más infames. Es ingenuo pensar que una película vaya a cambiar un ápice, como es absurdo pedirle que lo haga. Y una pantalla puede ser, pese a todo, ese fatal espejo donde no podamos esconder los gestos que nos hacen tan parecidos a esos miserables de un México distópico.