Hace algunos meses, Spotify reportaba que se lanzaban poco más de sesenta mil canciones al día en su plataforma. Si todavía no suena tan dramática esta cifra, se trata de cerca de veinticuatro millones de canciones al año, un estreno cada 1.44 segundos. A primera vista, suena como una época más que dorada de producción musical, pero esta producción vertiginosa no deja de tener sus orillas afiladas.
La industria musical perfectamente puede argumentar que sólo responde a la velocidad y frenesí que caracterizan esta época tan saturada de información. Tendrán razón en alguna medida, pero pienso que son parte de un ciclo que se refuerza a sí mismo. Si la industria se beneficia más que las artistas con los lanzamientos en plataformas, ¿a quién le viene mejor que se estrenen sesenta mil productos en vez de seiscientos, aunque duren muy poco en el anaquel?
Tener un aparato en la bolsa que puede reproducir casi toda la música grabada es increíble por donde se le vea. El problema de internet, siendo la biblioteca más grande del mundo, es que no tiene bibliotecario. Noah Harari llama dataísmo a la extrañísima veneración que le profesamos a cantidades de información imposibles de asimilar. Quién sabe a cuántos les pase, pero a mí no deja de abrumarme mirar tanta música que no podré escuchar, como quien visita el Louvre con la angustia de no abarcarlo todo y perderse ese retablo que habría de tatuar sus retinas de la belleza más indescriptible jamás observada. Tal vez exagero un poco.
En este mar revuelto de la industria musical donde se estrena tanto y se aprecia tan poco, hallar la música de Alex Cuba es como encontrar la isla de San Borondón. Esta vez no exagero. Aquí escribo una apología de la música honesta que, desde luego, no pretende encaramarse en ningún arrecife de purismo absurdo ni dictar ningún parámetro normativo de cómo disfrutar la música. Se trata de una apreciación subjetiva, individual e irremediablemente sesgada por mi experiencia humana. Pero vale lo que pesa en megabytes por segundo.
No perderé el tiempo en esgrimir comparaciones innecesarias, pero hace falta resaltar la obviedad. Este tiempo donde importa mucho la novedad, la cantidad y la inmediatez, permite relajar algunas condiciones que podríamos considerar necesarias para hacer música. Requisitos básicos como tener algo que decir, un miligramo de creatividad, la paciencia de las tortugas y, pues sí, saber tocar un instrumento. Claro que hay artistas increíblemente talentosos que poseen en mayor o menor medida algunos de estos atributos y se pueden dar el lujo de hacer música absolutamente hermosa. Pero no llegaste hasta este renglón para conformarte con eso, sino para arrancarme de las manos el mapa que lleva a una isla del tamaño de la prosa de R.L. Stevenson.
¿Qué suerte de piedra marina le planta cara a la corriente de un mar enfurecido de sobreabundancia musical? Pues una capaz de abrirse paso en una industria que privilegia eso mismo, la venta rápida y la apuesta segura. El fuego fatuo de la música que jamás va a ser arte por encima de las canciones que ni siquiera necesitan grabarse para saber que le pertenecen al mundo. De ese tamaño es Alex Cuba como artista en el sentido más concreto de la palabra. Pocas voces cimbran más a quien las escucha, y pocos humanos le cantan al amor con tanto cariño y tanto ingenio que se despreocupan del lugar común y prescinden de recetas pragmáticas del éxito. Muy pocos se plantan con una guitarra en la tarima y alumbran el foro entero.
Claro que todos estos parabienes valdrían una cosa si los dijera únicamente yo y otra distinta si los encuadra, no sé, la comunidad entera de artistas, ingenieros, productores y profesionales de la música encapsulada en la Academia de Reproducción: los Premios Grammy. El hecho de que Alex Cuba haya ganado Mejor álbum de pop latino en la más reciente entrega de los Grammy es una victoria para él, quien fundó esa isla de música que lleva su nombre. Pero es también una victoria que sabe a independencia para quienes habitamos en ese pedazo de tierra ideológico y artístico. Claro que uno no necesita que le den un premio a un disco para apreciarlo en toda su belleza sonora, como tampoco tenemos que esperar a que la lista de estatuillas de la marca Oscar nos dicte qué películas merecen la pena.
Sin embargo, el reconocimiento de la comunidad -que es parte de esta industria que engulle canciones insaciablemente- le cuelga una medalla que siempre ha merecido la música de Alex. Porque, sin caer en las fórmulas estereotipadas de éxito comercial ni tener detrás maquinarias de promoción a la vez potentes y escalofriantes, su más reciente producción de estudio juega en la liga de la industria sin perder franqueza. Basta asomarse a la lista de nominados en esa categoría para entender el tamaño de su victoria. De nuestra victoria, corrijo. Porque no deberían pesar más los Grammy que los Latin Grammy, pero pesan más. Porque quien disfruta de la música puede distinguir entre aquélla que se produce porque le hace falta al mundo y la que se fabrica para complacer al algoritmo. Quizá también porque, en estos tiempos donde los teléfonos son todo menos teléfonos y las verdades venden menos que las mentiras, encontrar a quienes ponen la música por delante y al centro debería valer mucho más que un gramófono dorado.
Por eso pesa tanto y tan hondo que esa búsqueda disciplinada y cariñosa del capitán Alex Cuba llegue a puerto venturoso. Nos salva de encallar su prueba fehaciente de que todavía somos capaces de contar historias en el aire y de guardarlas en la terquedad de los huesos. No es el único pedazo de tierra de esta naturaleza en el mapa de la industria, pero son tan pocos que parecen archipiélagos más que continentes. Ojalá que un montón de oídos naufraguen en esa isla redentora que es la discografía a veces potente, a ratos melancólica, a veces en español y otras varias en idiomas casi extintos. Todo esto se lo dije a Alex hace unos días, pero con mucha menor elocuencia. Y, aunque no lo sé de cierto, casi puedo decir que estuvo de acuerdo.