Uno de los debates más viejos del estudio de la administración pública tiene que ver con la separación de la política y la administración. Años antes de convertirse en el vigésimo octavo presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson publicó un estudio que, hasta hoy, es considerado piedra angular de la administración pública como disciplina de estudio. En él afirmaba que la administración de un gobierno podía y debía ocurrir fuera de la esfera política. Esta idea encendió un debate que incluso hoy algunos entusiastas consideran irresuelto.
De acuerdo con Wilson, hay una distinción clara entre los asuntos constitucionales o políticos de un gobierno y los ajustes o decisiones instrumentales del gobierno.
En términos llanos, esta separación entre administración y política supone que hay una esfera de acción de un gobierno puramente técnica, que debe preservarse objetiva y casi científica, que tiene que ver con lograr los objetivos del gobierno. La dimensión política, entonces, debería encargarse de definir con claridad “quién recibe qué y cuándo” y apenas acercarse a la esfera administrativa para transmitir estas directrices. Un cuerpo administrativo, ajeno a vaivenes políticos, podría encargarse profesionalmente de instrumentar las decisiones políticas, sin que ambos mundos se entrelazaran.
La historia viene a cuento porque esta temporada ingrata de cuarentena ofrece, al menos un ejemplo harto interesante de lo complejo de la discusión sobre la posibilidad de separar la administración de la política. Nos hemos familiarizado ya a las conferencias vespertinas del Subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell. Quizá hasta demás, habrá que hacer el apunte, querida ciudad. Pero dejemos para otra tarde la reflexión del revuelo sobre la persona.
Acaso más interesante en esta rutina de conferencias de prensa, presentación del monitoreo de la epidemia y explicación de las acciones presentes y futuras es el eco que tiene tal rutina en el ágora ciudadana: las redes sociales y los clubes sociales en que convertimos nuestras salas y comedores quienes nos mantenemos en reclusión voluntaria. El Subsecretario explica noche tras noche la manera en que un sistema de monitoreo muestral registra el comportamiento de la epidemia, el número de casos identificados y el de defunciones. Hasta ahí, todo parece salido de una hoja de cálculo donde basta programar fórmulas y recolectar datos para decidir cuándo mandar a todos a su casa y cuándo pasar de la fase dos a la fase tres.
Pero, un poco en cámara lenta, nos hemos percatado de que las decisiones públicas casi nunca son tan simples. Caímos en cuenta de que las políticas públicas -hasta aquéllas que sólo un necio podría tardarse en poner en práctica- tienen consecuencias felices e infelices en ámbitos que van más allá de la salud pública. Así, en un país donde más de la mitad de los trabajos son informales, la decisión de cuándo y de qué manera conseguir el distanciamiento físico necesario para ralentizar el contagio de un virus necesariamente le pega en carambola a esas preguntas que anotamos arriba en el pizarrón de la esfera política: quién se encierra, cuándo y cómo. Esa distinción que parecía tan limpia entre lo técnico del monitoreo de la curva de contagio y cualesquiera otras decisiones gubernamentales se ve empañada por la manera en que se toman decisiones públicas: ante problemas públicos complicados y recursos escasos, las decisiones administrativas y técnicas no pueden dejar de lado el entramado de valores, prioridades, intereses y limitaciones del gobierno como eje fundamental de la vida pública de un país.
Todo ello sin contar, además, ese otro cúmulo de ideas que asociamos con la política y que son menos elegantes: los intereses partidistas, las pugnas por el poder, la desinformación como arma para el golpeteo entre facciones. Ese triste más de lo mismo.
Una decisión casi puramente científica de pasar de la fase uno a la fase dos frente a una epidemia difícilmente podrá desengarzarse del contexto en el que esta decisión será tomada. Bajo esta lógica, escuchamos al Subsecretario de Salud esgrimir argumentos de por qué esperar para poner en práctica una medida u otra.
Más complejo todavía, lo vemos explicando paciente tecnicismos y métodos de medición al mismo tiempo que no deja de ser un funcionario al servicio del presidente y, como tal, preso de un mandato administrativo que es su especialidad y también de uno político que lo empuja irremediablemente a la tarea imposible de usar el conocimiento experto para defender los desatinos de su superior.
Desde luego que esto no es una reivindicación o apología de la labor del Subsecretario, ni tampoco un ataque a su trabajo. Se trata de esbozar apenas un ejemplo de cómo la administración pública como ciencia social ayuda a entender que los problemas son igual de complejos que sus posibles soluciones. Que equivocan penosamente sus juicios quienes manotean reprochando que la respuesta de éste y otros gobiernos en el mundo ha sido lenta y torpe ante esta crisis digna de almanaque.
Tras una muralla de papel higiénico e hilos de tuíter, piensa -oh, patria querida- que un epidemiólogo de bolsillo en cada hijo te dio. Notables excepciones, las hay. Y son un bálsamo que asoma la esperanza de una ciudadanía nueva, harto más inteligente como para caer en el juego del zafarrancho politiquero que no va a ningún sitio. Esa ciudadanía que entiende los datos abiertos y su análisis como una manera de interactuar con su gobierno, es una de las flores en el pantano de esta epidemia.
Pero también abundan los especialistas del simplismo. Para quienes basta que en otro país hayan hecho dos mil pruebas más para criticar veleidosamente la impericia del gobierno, con una satisfacción rarísima de quien está complacido porque el barco en el que viaja se hunde consigo a bordo. Antes, mirábamos a nuestros padres pelearse con la televisión desde el sillón agitando las manos ante un partido angustioso de futbol. Quien los viese, juraría que son más inteligentes de el propio Guardiola. No advertimos que nos hemos convertido en esa estampa que ahora mete a la licuadora mental las cifras que publica el gobierno junto con un puñado de notas de tonalidades variadas de medios y países grandes y pequeños. Y manoteamos en las redes sociales porque es inaudito que el gobierno no haga más pruebas, no cuente bien, no nos guarde en casa como debería.
Tan convencidos están de que saben más de control de epidemias, negociaciones de hidrocarburos, estrategias anticíclicas y remontar un partido en goliza que, si Woodrow Wilson se les aparece en un sueño, le resuelven el dilema dicotómico de administración y política en un par de tuits a renglón seguido.