Con frecuencia, la investigación desarrollada en universidades y centros de investigación en el mundo es criticada por su lejanía o distanciamiento de los problemas concretos del mundo. Suena paradójico: científicos interesados en resolver desafíos complejos se adentran de tal modo en entenderlos que sus resultados parecen insuficientes o poco útiles para quienes toman decisiones en el terreno práctico. El estudio de políticas públicas no es la excepción en esta crítica a la ciencia como alejada del mundo real en una torre de marfil. La crisis que nos ocupa, pese a todo, ofrece un crudo pero clarísimo ejemplo de la utilidad de estudiar políticas públicas.

Toda vez que gobernar implica atender o resolver problemas públicos y que tal ejercicio debe tomarse tan en serio como sea posible, la humanidad ha invertido un buen tiempo en estudiar la manera de mejorar esa búsqueda por resolver o gobernar asuntos y problemas públicos. Un lente a la vez popular y pragmático para ello es el de las políticas públicas. En un brochazo, se trata de un marco conceptual que ayuda a identificar problemas públicos, alternativas para su solución y maneras de medir si la solución en verdad tuvo el efecto esperado. Pero como resolver problemas públicos es harto más difícil que un sudoku, es de esperarse que una sola acción y un sólo intento no terminen por resolver el problema.

De ahí que se hable del ciclo de políticas públicas: una serie de etapas en las que quienes diseñan políticas o acciones eligen la más oportuna, ponen en marcha tal solución y luego miden qué tanto del problema se resolvió o empeoró producto de tales acciones. Y vuelven a la etapa de identificar el problema, en un ciclo sin fin (colóquese música de la apertura del Rey León para ambientar).

Centrémonos en un pedacito de ese ciclo de políticas, para no perdernos y para poder relacionarlo con lo que vivimos. Pensando en la pandemia, identificar el problema no parece ser tan difícil, ¿cierto? Hay un bicho transparente y cuasi imposible de frenar que azota al mundo. Pero ¿el problema es en realidad el virus en el aire o su altísima capacidad de contagio? Aquí es donde uno, que venía con toda la actitud de corregirle la plana a los hacedores de políticas comienza a rascarse la cabeza. Definir el problema, se suele decir, es la parte más compleja del diseño de políticas y acaso la más crítica. En términos sencillos, lo que quisiéramos es que el menor número de habitantes del país se enfermase y que, de hacerlo, la menor cantidad de enfermos fallezca, ¿todos de acuerdo hasta aquí?

El problema con los problemas públicos es que son muy problemáticos y, como buen producto de la humanidad, tercos. Dado que se calculó que la pandemia sería larga, los países adoptaron medidas que les parecieron oportunas no sólo en términos de salvar a la población sino de no ahorcar la economía. Aquí está otra parte del meollo de las políticas públicas: ¿cómo conciliar objetivos que parecen contradictorios? Pero dejemos ese apunte para otro día. En México, el gobierno federal hizo estimaciones del comportamiento de la curva de contagio y se fijó el objetivo de ralentizar esa evolución -el famoso aplanamiento de la curva-. Claro que tiene sentido a la luz de lo que dijimos arriba: si queremos que el menor número de contagiados fallezca, habría que buscar el modo de que ese número se desplace lentamente para poder atenderlos en nuestro sistema de salud descomunalmente desvencijado.

El problema de enfrentar la pandemia de este modo es que se corre el riesgo grande de caer en una trampa de procedimientos, o lo que en psicología se puede relacionar con la fijación de objetivos.

Concentrarnos tanto en mantener la ocupación de camas de hospital por debajo del límite de su capacidad es un medio para lograr el fin de reducir el número de fallecidos. Pero enfocar la atención únicamente en esta meta intermedia puede resultar en descuidar otras partes del problema igual de importantes, como evitar el contagio como lógica simple de que, quien no se contagia, no tiene que ocupar una cama de hospital.

Por eso es tan agridulce la aparente buena noticia de que todavía no llegamos al límite de ocupación hospitalaria. ¡Qué bueno! Porque ello implicaría todavía un número mayor de decesos, pero eso no oculta el hecho de que el número de contagios sigue creciendo. Parece una obviedad, pero cuando se trata de problemas públicos de tamaña complejidad importan todas las aristas del problema.

Aciertan quienes tratan de incluir matices en el análisis de la manera en que México enfrenta la pandemia. El contexto de cada lugar donde se ponen en marcha las políticas públicas es fundamental. Porque son nuestras dependencias y nuestro sistema de salud con sus limitadísimas capacidades quienes plantan cara a la crisis. Y son estos mexicanos viviendo en situaciones de precariedad económica, altos índices de diabetes, obesidad e hipertensión y no otros los que sorteamos la pandemia. De ahí que también sea un ejercicio quizá demasiado simple comparar sin ningún otro matiz el número de fallecimientos en México y otros países con otros perfiles donde la prevalencia de factores de riesgo es mayor o menor.

El estudio de políticas públicas no ofrece recetas claras y sencillas para enfrentar problemas públicos como la pandemia de este tiempo. Pero asoma advertencias para que quienes fueron contratados para tomar tales decisiones por su conocimiento y experiencia no caigan en la trampa de enfocarse únicamente en evitar la saturación hospitalaria -una meta importantísima pero intermedia- sino en el objetivo fundamental: reducir hasta el mínimo posible el número de fallecimientos.

Una última ventaja de pensar en el ciclo de políticas es justamente el ciclo. Nunca es grato evaluar el resultado de nuestras acciones y descubrir que no surtieron el efecto deseado. Pero ese golpe de realidad debería tener la fuerza suficiente para empujar a los diseñadores de política a comenzar de nuevo y repensar la mejor estrategia para plantarle cara al cincuenta y cinco mil veces maldito coronavirus.

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