No lo sé de cierto, pero supongo, como decía Sabines, que hay más billetes de cincuenta pesos con la ilustración de un ajolote que ajolotes chapoteando en los canales de Xochimilco. Nos genera simpatía copiosa y nos inflama el pecho esa mirada perdida y amable rodeada por una melena de branquias, a veces rojas, a veces oscuras. Luego, nos provoca esa piedad de las cosas de las que no son tan importantes para salir a defender a la calle ni tan poca cosa como para no tuitearlas. Qué tristeza que se esté extinguiendo, y todavía más que el activismo del teclado no limpie un centímetro cúbico los canales de Xochimilco.
Por donde se le mire, el ajolote es una criatura fascinante. Se le estudia por razones varias, no únicamente con el fin de preservarlo. Letras y más letras se han vaciado en describir su nado casi en cámara lenta y su personalidad parsimoniosa. Cortázar, Villoro, Bartra. Qué cosa tan magnífica, pensar que un pedazo de esa mitología prehispánica tan machucada siga pataleando y comiendo plancton, cobijándose con la historia.
Como si regenerar una pierna o la cola entera no fuese acrobacia tamaño caguama, los ajolotes sorprenden porque su capacidad de adaptarse a medios hostiles es grande. Claro que si engarzamos esa idea con la de su acelerada desaparición nos quedaremos con una buena idea de la capacidad humana para destruir el hábitat de un montón de especies, no vaya a pensar que solo nos ensañamos con otros humanos. El ajolote, símbolo del ingenioso dios prehispánico Xólotl, se convierte en salamandra cuando la temperatura lo amerita. Esta capacidad de resistir, de ser ingenioso y esconderse debajo de las chinampas de los dioses y de la voracidad urbana mal entendida ha provocado que se piense en el ajolote como un reflejo de la naturaleza humana mexicana.
Roger Bartra decía con mucha más elegancia que el ajolote, como los mexicanos, es una criatura melancólica. Resiste y mantiene el buen ánimo frente a contextos hostiles y se recompone. No sólo eso, se queda mirando un horizonte inventado, nadando en un éter de nostalgia que no se sabe bien qué añora. Está acostumbrado a tomar aire como pueda: con las branquias, se crece pulmones capaces de filtrar el aire de la otrora región más transparente. Sueña con ese pasado donde las cosas iban mejor, aunque iban francamente mal. Se cubre con esas leyendas de un nacionalismo que nunca acabó de cuajar y que ahora es traslúcido, casi ausente. Llega un punto, como en el cuento de Cortázar, donde uno ya no sabe si está hablando del ajolote o de la naturaleza chilanga, mexicana, de la existencia melancólica humana.
Tanta melancolía sentimos por un pasado que nunca fue que nos vienen la mar de bien los déjà vu. Nos peleamos entre nosotros porque antes estábamos mal pero no tan mal, porque no deja de sorprendernos que la espiral hacia el fondo pueda ser tan pronunciada. No nos damos cuenta de que nadamos en el mismo estanque, por mucho que le cambien el agua. Tanta melancolía por el pasado que incluso en el escándalo nos llega un pedacito de calma de cuando lo terrible es, al menos, conocido. Por eso resulta curioso que, en estos tiempos posmodernos, el símbolo de una casa -blanca o gris, píntela del color que quiera- encapsule en sus cuatro letras tantas ideas que le parten la crisma a nuestros ingenuos ideales. Para que no nos asfixie la melancolía, vivimos ayeres tan parecidos a los antieres de hace no mucho. La leyenda dice que, cuando le llegó el momento de sacrificarse, el dios Xólotl se escondió del resto de los dioses. Una versión de la historia cuenta que el dios Ehécatl lo encontró
después de disfrazarse de guajolote y luego de maguey, y lo castigó convirtiéndolo por el resto de sus días en ese renacuajo que no acaba de ser salamandra. En esa mirada nostálgica y huidiza que añora una calma que nunca le perteneció. Cuando días tan revueltos a veces se parecen tanto a otros días que ya vivimos, a uno le cuesta trabajo saber quién es el ajolote y quién es esa otredad que lo está mirando.