El martes 8 de marzo se conmemora en el mundo la lucha de las mujeres por reclamar sus derechos y su lugar en la sociedad. No se celebra ni se festeja. Le puede parecer una exageración, pero en el terreno de los símbolos y de la lucha legítima por la libertad las palabras importan. De hecho, importan mucho, siendo acaso de las pocas maneras en que materializamos como humanidad los símbolos. De ahí que le pida que comience mañana a no felicitar a las mujeres que le rodean, sino a hacer este ejercicio de reflexión sobre cómo uno mismo contribuye a ese mundo más justo que el 8 de marzo reclama. Una contribución individual como ser humano en cualquier punto del espectro del continuo que es el género como construcción social. Por eso no se felicita el 8 de marzo como si fuese un cumpleaños sino que se reconoce la lucha y se toma de pretexto el día para meternos en la cabeza la idea de que no es una lucha exclusiva de un género sino que cada día que pasa en que los derechos de mujeres son violentados es un día de reconocer vergonzosamente que seguimos fallando como humanidad.En este tiempo tan bárbaro, desde luego, incluso las luchas más legítimas y potentes como la de la equidad y libertad de las mujeres pierden eco ante las sirenas de alarma que suenan por todos lados. En esta era de la ira, como la describe Pankaj Mishra, la violencia más descomunal se vuelve video viral y a nadie sorprende que ciudadanos ordinarios tengan una colección de imágenes horribles y, todavía más, conocimiento profundísimo de bombas, cohetes, vehículos de combate. De ahí que importen muchísimo los símbolos. Porque, cuando todo es tan tremendo, lo más detestable se vuelve cotidiano.
En esta realidad inescapable de encono, polarización y franca guerra, se produce arte. Porque la necesidad expresiva no caduca y se nutre incluso de la rabia y la tristeza de la época que la cobije. Por eso hay un encantamiento raro y muy potente al escuchar el muy reciente álbum de Silvana Estrada, Marchita. Se trata de un ramo de canciones que enamora con mucha tristeza a quien lo escucha. La voz navegante de Silvana ondula temas que, a primera oída, parecen rondar el desamor y los vaivenes del amor bien entendido. Sin embargo, conforme uno deja que los sonidos de esas canciones hagan su viaje metafísico del tímpano al espíritu, uno entiende que esta es música de este tiempo, de esta realidad muy agónica donde el horror se ha normalizado tanto que uno necesita una guía para llorar como es debido.
El oficio de confeccionar canciones entremezcla técnica, matemática y aleatoriedad. La voz titilante de Silvana es un ejemplo perfecto de esta combinación. La profundidad y melancolía de sus figuras melódicas no creció por accidente, sino que se disfruta como el sabor del café, que aunque es recién hecho sabe a tiempo. Y luego está este otro componente, el más inestable, acaso el más humano. Alberto Chimal lo define perfectamente hablando del sedimento de nuestra conciencia. Vivimos, leemos, escuchamos, nos envenenamos y nos llenamos de miedo. Todo ello lo hacemos, a veces, voluntariamente, a veces no podemos evitarlo y a veces inadvertidamente. Y no decidimos realmente qué cosas se vuelven el polvo que habita en el fondo de nuestra memoria, como uno no decide qué recuerdos de su madre tiene o qué partes aparentemente triviales de un evento recordar.
El artista, dice Alberto, rasguña ese sedimento cuando explora las grutas de su conciencia, cuando combina el quehacer técnico de la construcción artística con la expresión de todo eso que a uno lo ha marcado. No decidimos lo que guardamos, pero como los racimos de un viñedo, nuestro sedimento cognitivo está hecha del tiempo en el que vivimos. Por eso hay símbolos mucho más complejos y profundos en las canciones de Marchita, de Silvana. Su música está hecha en esta era de la ira, en este tiempo y no otro, en plena enfermedad del Siglo, como dice la propia Silvana. Tienen, sus canciones, símbolos escondidos detrás de las palabras que canta, de la voz misma que las pronuncia con una belleza hipnótica y melancólica. No tiene que decirme que es música hecha en este tiempo triste y desvencijado. No necesita explícitamente dibujarle los contornos a la angustia que todavía viven millones de mujeres mexicanas cuando se bajan de un camión, cuando se suben a un coche, cuando toman una mochila y unas vacaciones, cuando ponen sobre sus espaldas a toda una familia y a un compendio de prejuicios y preconcepciones del rol que debe jugar una mujer en el mundo.
No estoy de acuerdo con aquel dicho que pregona que la música es un lenguaje universal. A mi entender, es relativamente impreciso. La música es un lenguaje o puede ser tantas lenguas de tantos matices que uno puede perfectamente entender uno y desconocer en franco rechazo tantos otros. Pero las emociones sí que son un común denominador de la experiencia humana. Por eso las canciones que se consideran universales y transfronterizas no tienen un lenguaje, estructura o rítmica en común, sino un contenido emocional que funciona como vehículo simbólico hacia el alma, hacia ese depósito de sedimento en el corazón y la memoria.
Hay tristezas que reparan, que encuentran un agujero de pena y lo traspasan con una luz de alba. Las hay también continuas y tercas porque el mundo no deja de ser un lugar oscuro. De ahí que importe mirar el calendario y colgarle sus franelas violetas a los contornos del ocho de marzo. Por la rabia de una fábrica textil en Nueva York y por tantas otras calamidades que estuvieron antes y nadie rememora. Porque la lucha de todos por una sociedad donde las mujeres sean libres está lejos de terminarse. Por eso le pido muy encarecidamente que cambie esa felicitación hueca de mañana por un ratito de pensar en lo mucho que nos falta para lograr la equidad que se persigue éste y cualquier otro día. No todo está perdido. El amor no dura un siglo, dice Silvana, y yo quiero pensar que nuestra necedad, tampoco.