Uno puede no comulgar con la comercialización de la idea del amor que se propaga cada catorce de febrero. Hay montones de mitos e historias con la misma trama: compañías inventándose una efeméride para superar la cuesta de enero. Tendrán razón en la mayoría de los casos: el amor está en otro lado. No en la tarjeta colorada física o virtual y trillada hasta el hartazgo, ni en esos osos o perros o animales hechos muy ingeniosamente de flores. Tampoco en los menús románticos con esos postres a los que se les vacía un licor caliente para revelar maravillas azucaradas. El amor no está allí, no radica en el ticket de lo que cueste todo eso sino en quien empeña su tiempo y devoción en ello.
Más allá de catalogar aquello que se comercializó hasta la náusea exprimiéndole el poco contenido original o amoroso que pudiese tener, démonos el lujo de reparar un momento en qué es el amor como sustancia, como dinámica social, como todo lo que está bien en el multiverso y es tan cierto como las matemáticas. ¿Lo será? La escuela filosófica posmoderna del constructivismo dirá que el amor, como todo lo que amuebla nuestra realidad es una construcción social. ¡Vaya bajón en San Valentín! El amor no existe, sino que nos lo inventamos. Más allá del disgusto por rompernos esa burbuja de amor hollywoodense o final Disney, pensar en el amor como un invento humano tiene una belleza cósmica.
Estamparle nuestros sentimientos a otra entidad, sentir que cualquier viaje es mejor acompañado y creérnosla en colectivo es una invención maravillosa. Pasar de la necesidad de sobrevivir como especie al gusto por despertar y no despertar en absoluta soledad es una construcción social de una complejidad increíble y bonita. Todavía nos dimos el lujo como humanidad de usar la música para cantarle a ese invento, de tomar un pedazo de cartón y recortarle los ventrículos y arterias al corazón para hacer un vehículo más estéticamente armonioso de esa idea invencible que no existía propiamente hasta que la nombramos, como apuntaría el constructivismo.
Si le faltara brillo a este invento, podemos complejizarlo todavía más y desdecirnos en la noción de que los humanos creamos el amor. En una canción bellísima que va de un sonido grave y cavernoso hasta una orquesta explotando amorosamente Jorge Drexler se ha dado el lujo de cantar que la idea revolucionaria del amor y el sexo surgió en la era del Mesoproterozoico . Luego explica que cuando, casi por serendipia, un par de células y -no un par de humanos- se juntaron en vez de dividirse fraguaron de una vez y para siempre el plan maestro para sobrevivir y, de paso, ser feliz en el camino. ¡Y uno que pensaba que era difícil meter en un verso la palabra “oreja” y hacerla sonar poética!
No sobra asombrarnos ante semejante idea y dar de brincos. Celebrar el amor no nos hace frívolos en un mundo patas arriba. Porque especialmente cuando el agua nos llega al cuello y el frío nos cala los huesos, el amor toma forma de bote salvavidas. Hoy que todo arde, se descompone, se pervierte y se vuelve posverdad y mentira, no está de más sacar de la vitrina donde están los platos de lujo ese invento que nos tiene juntos, a pesar de todo.
Claro que uno no necesita un recuadro en el calendario que nos recuerde aquella hazaña simbiótica y microscópica que nos tiene hoy comprando chocolates de formas insólitas, pero a veces sí que necesita uno reparar en ello. Y ese remanso en el que caemos en cuenta de la magnitud del amor como invento hace que valgan la pena las hordas de osos hechos con flores flotando en una parvada de globos de colores metálicos y serpentina cargando letreros con los mensajes más trillados que ha visto el planeta en su trajín, aunque el amor esté en otro lado.
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