No sé tú, querida ciudad, pero la idea de una epidemia dibujaba en mi cabeza tiempos remotos, como los de la máscara de la muerte roja. E incluso más, donde enfermedades indecibles azotaban civilizaciones de las cuales nos quedan apenas ruinas. Y uno sólo puede imaginar qué cosa más terrible debía haber sido hacerle frente a una epidemia en aquellos tiempos, donde no había agua corriente, ni luz eléctrica, ni rastro de la penicilina.

Y aquí nos tienes, en plena posmodernidad, atravesando días inciertos como aquellos remotos de ficción y de verdad. Claro que no es ni de cerca la misma humanidad ni la misma cúspide del conocimiento humano aquélla de cualquier epidemia anterior a ésta. Jamás quienes nos precedieron tenían en la bolsa un aparato que pudiera mostrar en tiempo real el número de contagios no nada más en un país sino en cualquier latitud. Difícilmente antes hubo la contundencia que hay hoy sobre el poder de algo tan simple y mundano como el agua y jabón. Pero por muy potente que sea el detergente que se te ocurra, podrá romper la tensión superficial del agua y acaso la membrana de grasa más necia de un virus trotamundos, pero no alcanza a centrar nuestra cabeza en lo relevante, si se me permite un apunte apresurado.

Uno pensaría que, siendo esta sociedad tan sofisticada, habríamos de encarar cualquier crisis humanitaria no sólo más efectivamente sino también haciendo más gala de nuestra humanidad. Como diría Menuda Coincidencia: ¡vaya paradoja, brillan cifras rojas, nadie se lo explica! porque el humano informado de la posmodernidad no solamente desconfía de la ciencia que le restriega en la cara datos sobre cómo evolucionan las enfermedades y los patrones de una epidemia en un mundo interconectado, sino que utiliza la información de la manera más egoísta posible. ¿Cuántas veces nos hemos desesperado viendo películas apocalípticas por la manera en que se representa al género humano como una manada de nerviosos individualistas? Lo cierto es que no estamos siendo mejores humanos cuando el bicho es de verdad.

Nadie nos gana en criticar la lenta reacción de los gobiernos en el mundo pero somos incrédulos de que algo anda mal hasta que los casos de contagio empiezan a sonar en personajes célebres, como si también fuera exclusiva de los famosos la verdad. Una vez que asumimos que la crisis ronda el vecindario, nos replegamos. Pero ese nosotros le queda muy grande a lo que hacemos. Porque, después de haber visto montones de gráficas, videos de un diciembre en Wuhan que parece tan lejano, y modelos matemáticos explicados sobre el crecimiento exponencial de la epidemia, el miedo nos divide más que unirnos. He leído en redes y escuchado a cercanos y extraños esgrimir como la mejor estrategia de sobrevivencia encerrarse en sus casas y evitar cualquier viaje. Pero la táctica tiene un fondo casi únicamente personal: el de evitar contagiarse. Como si el problema fuese nada más que no me toque a mí, aunque pobre de Tom Hanks. No es por nada, querida ciudad, pero después de haber sobrevivido tanta película infumable sobre posibles apocalipsis, no puedo evitar decir que esperaba más de nosotros. Porque casi no se escucha un argumento que aluda a algo más grande que uno. Qué revolucionario es hoy pensar en quedarse en casa no nada más para salvar el propio pellejo sino para evitar ser un vehículo de transmisión, para romper el patrón que hace que esas gráficas de colores se disparen. Como si la responsabilidad de quebrar esa ecuación exponencial que anticipa que un tercio de la población acabará contagiada fuese de otros. Como si nuestro rol en esta batalla sea nada más comprar tanto papel de baño como sea posible.

Le escuché decir a un sociólogo hace un par de días que, dentro de las indicaciones de cómo sobrevivir estos días aciagos, le parecía un término muy desafortunado aquél de “distancia social”. Seguro has escuchado, querida ciudad, que se invita a la gente a aislarse si tiene algún síntoma y, aun sin rastros de contagio, practicar distancia social. Lo que quieren decir es que se eviten reuniones, seminarios, conglomeraciones, saludos de mano. Pero todo eso, alegaba el sociólogo, es pura distancia física. Porque lo que menos necesitamos ahora es distanciarnos socialmente. Trabajo enorme nos ha costado consolidarnos como una civilización que se comunica a base de stickers gifs y memes como para que tiremos todo por la borda cuando más se necesita. Claro que podemos dejar el viejo apretón de manos y el abrazo para efemérides más dóciles, pero ahora que nos encerramos en nuestras torres de papel higiénico mirando mapas de luces rojas destellar, lo que mejor viene es tener al puñado de humanos que ha estado con nosotros en los pasados abriles. Lavarse las manos, sí. Y luego calmarnos entre nosotros, rebotar nuestras dudas, compartir los miedos. Como se ha hecho desde las cavernas, pues.

Ojalá que encontremos cabeza para enfrentar ésta y otras enfermedades de manera más colectiva y sensata. Que nuestra película diste mucho del lugar común del cual hasta esta mañana no hemos podido zafarnos.

@elpepesanchez

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