Las decisiones públicas se pueden analizar de la manera más objetiva posible en términos de sus antecedentes y consecuencias. Las ciencias de políticas nos permiten medir, por ejemplo, si un programa de superación de la pobreza urbana consiguió mejorar las condiciones de vida de los habitantes de una ciudad. Como humanos, somos la mar de creativos para pensar en distintas métricas de costos y beneficios de las decisiones de los gobiernos. Así como hay análisis de cuánto dinero se gastó en tal obra y cuánto tiempo se reduce un trayecto del punto A al punto B gracias a esa obra, hay indicadores de calidad de vida, de nutrición, de desigualdad, de impunidad. Y aunque todas estas métricas e instrumentos de medición nos ayudan a mejorar lo que los gobiernos hacen en nuestro nombre, hay una dimensión simbólica de las decisiones gubernamentales que parece escapar a estas mediciones.

Utilicemos una situación reciente como ejemplo. El avión presidencial que no tenía ni Obama ha sido un tema terco en la agenda pública mexicana. Mucho se ha discutido sobre la decisión de la administración actual de venderlo. Claro que se trata de una inversión grande, y que esos poco más de noventa millones de dólares pueden utilizarse para un montón de cosas. Hay quienes consideran que, dado que el mercado de un avión de ese calibre es muy pequeñito, acabaríamos por mal baratarlo y lo mejor sería asumir ese costo hundido y ya, usarlo, pues. Entre el anuncio de la venta y el cierre de la transacción hubo de todo. Incluso una rifa a manera de lotería nacional. Con lo rápido que va el mundo, uno ya ni se acuerda de ese episodio.

Más allá de discutir cuánto se gastó en el avión, cuánto de esa inversión se perdió al venderlo y cuál será el destino de lo que se recuperó, conviene detenernos un momento para asimilar todo este caso en su dimensión simbólica. Vender el avión significa algo más que los noventa millones de dólares para el gobierno mexicano. Antes de que se lancen con sus teclados afilados, aclaro que no es una cifra despreciable en absoluto. En un país tan vulnerable como el nuestro, se pueden hacer un montón de cosas con ese capital. Sin embargo, la decisión de vender el avión pesa todavía más que los noventa millones de dólares. Seguimos hablando del avión porque es una historia, y hay historias que valen más que todo el dinero del mundo. Es una historia tremendamente bien contada, en la que unos malvados que se carcajeaban como el villano más villano de Pixar compraron una máquina tan lujosa que lo único que podía hacerse para reparar el daño era venderla a cualquier costo. Para quienes celebran la venta del avión, se trata de una historia de rectificar lo que siempre ha estado chueco. Y como en muchas historias, importa menos si se vendió a la mitad de precio, porque lo correcto no siempre acaba siendo eficiente.

Las ciencias que estudian cómo mejorar las decisiones gubernamentales no son sordas y reconocen que hay un componente simbólico muy potente en el ejercicio de gobernar. Porque la política y las políticas públicas están irremediablemente entrelazadas y los símbolos son reflejos de valores plasmados en decisiones de nuestros representantes. En el escenario público de estos días, hay quienes entienden muy bien la importancia de estos símbolos y su capacidad para conectar con mucha gente. Disentir es reflejo de una democracia saludable y es necesarísimo en cualquier comunidad, pero quienes están en desacuerdo con las decisiones gubernamentales tendrán que recordar el peso de los símbolos en la vida pública si alguna vez quieren tener oportunidad de convertirse en contrapeso.

@elpepesanchez

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