Evoluciona o muere, reza el dicho construido a manera de ultimátum. Tiempos con la panza revuelta como los que nos toca navegar parecen abrazar la frase como un mantra. Lejos de esos memes donde esperanzadoramente la pandemia nos hace aprender un nuevo idioma y cocinar pasta fresca, el mundo cambia. Para siempre y no necesariamente para bien, como dirían los Beatles. Aunque todos los días son martes y difícilmente podamos distinguir cuándo acabó la semana pasada y empezó la segunda mitad del año, vamos en un tren bala hacia quién sabe qué estación de la posmodernidad. Basta con asomar la cabeza para mirar a varias de nuestras instituciones cimbrarse como castillos de naipes.

Uno piensa que, cuando se conecta a esas videoconferencias de trabajo o placer, acaba prestándole un telescopio a medio mundo para que se asome a la sala de su casa y meta las narices en el florero que usted muy hábilmente acomodó a cuadro. Pero otras criaturas se han visto más desnudas por la crisis que nos ocupa, incluso más que nuestras salas-comedor donde despachamos veinticuatro-siete.

No le serán a nadie ajenas a estas alturas del partido historias disparatadas de servicios que han intentado transitar a un modelo puramente virtual. El sol y el virus sale para todos y habrá que buscarse ingeniosamente el pan, pero una cosa es conectarse a una clase de hatha yoga usando su tableta y otra es intentar corregir la brazada del nado de mariposa en conferencia virtual.

Las escuelas privadas en México, ese nicho tan frondoso y variado que ha capturado un mercado que ya quisiera cualquier otro sector productivo, se han visto capturadas inmóviles cual rocas por la lente de la pandemia que todo lo magnifica de manera casi insólita. La cuarentena se ha desenrollado caprichosa y casi impredeciblemente en el país, haciendo polvo cualquier previsión de gastos o plan de negocios. Cierto es que algunos emprendedores de la emergencia se lanzaron a la comercialización masiva de caretas estilo granadero y mascarillas de formas, materiales y colores variados. Pero uno pensaría que enseñar Matemáticas, con lo complicado que puede ser incluso frente a frente, tendría al menos la ventaja de no necesitar una alberca. Y, sin embargo, un movimiento mundial insospechado de padres comenzó una rebelión en redes sociales contra las colegiaturas y los servicios educativos D.C. (Después del Covid). Desde quienes abrieron su hoja de cálculo y no les dan las cuentas de lo mucho que cobran las escuelas si, al cabo, ya no pagan luz ni tienen que mantener el patio decente, hasta quienes tuvieron verdaderas epifanías donde cuestionaron el sentido mismo de la existencia, la razón por la que el Cruz Azul no gana aunque gane, y qué es lo que se paga cuando se paga la escuela.

Crisis como la que atravesamos en cámara lenta ponen en entredicho normas y significados socialmente construidos que, por costumbre y pragmatismo, difícilmente se revisan, actualizan o cuestionan. Centrando el foco en las escuelas, las quejas y molestia de millares de padres dicen más de ellos mismos que de las escuelas. Y no necesariamente tienen que ver con el aprovechamiento o la calidad del contenido de las videoconferencias sino con la parte más básica del servicio. El cansancio y estrés producidos por la pandemia se traducen en una franqueza implacable en la lógica de muchos padres: se cobra una colegiatura completa pero no se quedan con los niños la mitad del día.

El rol de las escuelas se fue modelando lentamente como piedra de río más como una guardería para niños grandes y adolescentes que como roca angular de la transmisión del conocimiento de nuestra civilización. El enojo de los padres radica en que las escuelas ya no son ese sitio socialmente aceptable donde uno puede dejar a la descendencia en paquetería mientras se sale a buscar la vida. Lo que menos parece preocupar es si es humanamente posible repasar las diferencias entre tundra y bosque de coníferas conectando a veinticinco niños a un salón virtual que incomoda hasta al maestro.

Uno no puede dejar de preguntarse cómo llegamos a este punto donde el servicio de salvaguarda lo ocupa casi todo. Evidentemente, esto no es un juicio pesado y acartonado acusando a nadie: ni a la calidad educativa ni a la reacción de los padres. Sistemas sociales como el mexicano obligan a las familias a adaptarse en esquemas donde todo mundo en casa trabaja por jornadas excesivas. La pandemia no hizo otra cosa más que acentuar lo que ya venía sucediendo. Pero antes de la crisis, las escuelas como instituciones parecían gozar en la quietud de quien no necesita moverle nada a la máquina para que siga girando. Y los padres aceptaban, un poco a regañadientes por el precio, ese contrato en el que el rol de padres consiste en mandar a los niños a la escuela, una caja negra donde los mantienen ocupados y seguramente les enseñan un montón de cosas.

La disrupción producida por la cuarentena resultó en una fricción tan fuerte sobre las escuelas -tan desacostumbradas a tratar de evolucionar- que millones de padres en el mundo comienzan a asomar la cabeza a esquemas de educación abierta, home schooling guiado por tutores o encomendándole a Google la curaduría de clases de Historia y Español.

Acaso sea momento para que las escuelas vuelvan a su ethos como santuarios del aprendizaje. No es que esté peleado un servicio con otro: el mecanismo de aprendizaje hasta ahora consistía en poner al alumno y al maestro en un mismo cuarto para desatar un diálogo virtuoso. Quitarle el pedazo de servicio de salvaguarda debería ser importante pero no tendría que desvencijar hasta los cimientos la idea de la escuela como una institución necesaria.

Podría ser que esa vuelta a la raíz de su existencia como elemento fundamental del servicio que prestan las saque a flote como modelo de negocio en tiempos D.C. A la luz de que su cualidad de mantener a los niños ocupados en un espacio confinado está anulada en el horizonte cercano, quizá sea hora de sacar la casta mostrándose como el lugar no único sino más idóneo donde un niño puede acceder al conocimiento acumulado hasta ahora, socializar con pares e inventarse como ciudadano.

Claro que las escuelas no son las únicas instituciones que se tambalean producto de esta crisis. Pero debería importarnos mucho más que un invento tan maravilloso como la escuela se vea tan desdibujado en nuestros tiempos, por lo mucho que importan los niños, el futuro, la perpetuación como especie. Parece exagerado dicho en estos términos. De ahí que sea mejor montarme, como en otras ocasiones, en las palabras de Jorge Drexler: “lo mismo con las canciones, los pájaros, los alfabetos. Si quieres que algo se muera, déjalo quieto”.

Google News

TEMAS RELACIONADOS