En las democracias, la separación de poderes tiene justamente esa intención: desconcentrar el poder. De ahí que el poder legislativo discuta leyes, el ejecutivo esté a cargo de todas las secretarías y burocracia, y el judicial se dedique a la procuración de justicia. No es una invención improvisada. La historia les ha enseñado a los humanos tras años de monarquías, imperios y hasta con El Señor de los Anillos, que casi nunca es buena idea darle todo el poder a una sola entidad. Como en la trilogía de Tolkien, individuos perfectamente nobles sucumben ante la tentación de concentrar más o abusar del poder.
Claro que uno puede pensar que no es lo mismo otorgarle poder a un héroe que a un villano. Cierto, pero también es cierto que la realidad social de cualquier país es complejísima, y que las representantes que elegimos para gobernar la vida pública no deberían pasar por un filtro tan simple como ponerlas en el cajón de bueno y malo. Primero porque no hay una manera de entender los problemas de un país y una infalible solución para ellos. La administración pública como área de estudio debatió esto durante años: ¿podemos separar la política de la administración? Es decir, si estamos de acuerdo en que lo que queremos es reducir la violencia en el país, ¿lo demás ya es puramente técnico y libre de discusión? La historia también nos ha enseñado que es imposible separar la política de la administración: la pregunta de qué nos importa y cómo debemos atender eso que nos importa.
Cuando me refiero a la historia lo hago en un sentido amplio pero puedo acercar la lente también. Mi generación todavía vivió uno, dos o tres sexenios de un partido de Estado que imperaba rampante en todo el país. Supimos qué significaba la concentración del poder incluso si no estábamos de acuerdo en muchas cosas. Tanto la oposición de derecha como de izquierda tenían un enemigo común que concentró el poder por décadas. Así como en la separación de poderes clásica, en México entendimos luego del priismo que no era la idea más sensata que se nos ocurrió concentrar todo el poder y, cuando ocurrió la transición, Vicente Fox insistió en que la gente le quitara el freno al cambio: ideas de reformas y cambios drásticos en términos de política pública se estamparon con un congreso que nunca le sonrió al presidente.
Aquí viene el recordatorio de que nada es tan simple como parece. Alguna vez leí un grafiti que rezaba “qué bueno que le pusimos freno al cambio”, y a toro pasado creo que no le falta razón. Entonces, ¿por qué es mala idea no conferir tanto poder a una sola entidad a veces sí, pero otras no? Se me dirá que es obvio. No es lo mismo Fox que quien tú le quieras poner de frente. Y es cierto, pero no deja de caber una duda aunque sea milimétrica de que podríamos acabar repitiendo una historia conocida. ¿Hay evidencia de que no va por ahí la cosa? A lo mejor. Una votación histórica y una ventaja de casi treinta puntos en la elección dejan muestra de que el partido al mando ha mantenido y aumentado un apoyo ciudadano impresionante. Sin embargo, hay temas y problemas en nuestra vida pública que no dejaron de ser eso, problemáticos, en el sexenio que termina, y que no necesitaban precisamente de la mayoría en el congreso para plantarles mejor cara.
Un entendimiento tan estrecho de qué es la ciencia y para qué le sirve a un país resultó en una vacuna para prevenir el Covid que llegó ligeramente unos años demorada, mientras programas, becarios y proyectos científicos vieron su suerte y el final de sus carpetas. Un tren turístico que puede generar ingresos casi tan altos como el sacrificio ambiental que significó su construcción. Un empeño sostenido en centralizar cosas fundamentales para una democracia como las elecciones y la transparencia. Cosas que descentralizamos porque veníamos huyendo de unos canallas que lo centralizaron todo. Cuánta belleza y verdad hay en el verso de Jorge Drexler: una puerta giratoria. No más que eso es la historia.