Alguna vez me dijo alguien que la Ciudad de México era ruidosa. Como un cumplido, conviene aclarar. No se trataba de un intento más de mal ponderar a la ciudad sin entenderla. Pensando en que hasta en el caos hay algo que gobierna ese alboroto, los altos decibeles de estridencia citadina no son aleatorios y muy pocas veces nos detenemos a reparar en ello porque somos parte de la energía frenética de la metrópolis. Aunque algo de la fauna se debilita y se extingue, algunos sonidos eternos persisten y son no nada más cotidianamente bonitos sino pragmáticos. Tenemos un sonido para cada cosa: hay una campana que anuncia al camión de basura, un silbato que antecede a quien afila cuchillos. Hay un grito específico para el gas, un pitido agudísimo del carro de camotes y la ahora mundialmente famosa cantaleta de quienes compran colchones y lavadoras viejas.

Claro que todo eso alumbra algunas dimensiones de la ciudad y sería un ejercicio ocioso ser exhaustivos representando todos sus recovecos. Tratar de abarcar al país entero en un campo semántico sonoro es una empresa cien veces más compleja porque un experimento sonoro así, entendido como un ejercicio artístico y no puramente estadístico, se trata de agregar y estirar el aire donde suena México para que quepa mucho de todo y tan variado como se pueda. Yásnaya Aguilar ha escrito una serie de ensayos sobre la artificialidad de aglutinar poblaciones, historias, lenguajes y valores distintos en un mito fundacional de Estado Mexicano. La idea es, en parte, eco del reclamo principal del movimiento zapatista de hace algunos años: nunca más un México sin nosotros. Aunque esta nota apunta hacia el sonido y la música, obviar una conversación más grande y mucho más compleja de qué significa México y cuánto de esa diversidad ha sido sacrificada por un empeño de fundirlo todo en un mito unitario.

Encapsular un montón de significados y fenómenos sociales en una grabación es muy interesante pero, por lo expuesto antes, arriesgado. No faltan intentos pero llevar a buen puerto un proyecto así es difícil. Me gustan las etiquetas cuando agregan y no cuando sirven para fortalecer la exclusión. De ahí que un proyecto sonoro como lo es el recién estrenado México LoFi suene en mi estéreo refrescante y honesto. Se trata de un EP firmado por El Trizte, artista sonoro de la Ciudad de México. Se trata de seis canciones que samplean sonidos de la ciudad y olas de un mar nocturno y enojado sobre una cama de percusiones y sonidos de estética LoFi. El Trizte y el productor Santiago Peña (@solosan_) guardan una relación similar a la de los robots de Daft Punk con el dúo de productores franceses, imagino. La combinación que evoca México LoFi funciona en más de un nivel. El concepto del sonido LoFI (acrónimo de Low Fidelity, baja fidelidad en inglés) busca recrear justamente un sonido íntimo producido por una grabación de baja fidelidad, donde el oído no se distraiga con frecuencias cuidadísimas y brillantes para poder abrirle camino a un mensaje de lontananza y tristeza rítmica, cercanita.

La ciudad tiene lo suyo de LoFi aunque nunca le hayamos puesto ese mote. Qué son toda esa colección de sonidos que están tatuados en nuestra cabeza si no la voz pura de una ciudad a la vez sofisticada y polvosa. Cuántas calles y edificios de la ciudad no son solamente una extrapolación del mueble de la consola de nuestras abuelas y abuelos donde sonaba un Pedro Infante que se fue silbando más allá de la atmósfera terrestre. En un tiempo donde la música regional mexicana se ha transmutado de manera interesantísima y también dramática, donde el debate está tan caliente como las calles de México sobre la cultura de la violencia incrustada en todas nuestras expresiones sociales, México LoFi apunta a otro lado. Encuentra de una manera muy lograda atrapar ese sentimiento nostálgico, cansado, cotidiano pero extrañamente bonito de la soledad de un andén del metro. No digo que el México LoFi sea todos los

Méxicos, pero es uno con el que comulgo y en el que descanso mis distancias y mis trajines por la ciudad.

Me atrevo a tomar la idea de un mundo donde quepan muchos mundos y la traigo a mi escritorio para ajustarla a un concepto más pequeño. Se me ocurre que un proyecto sonoro como el que acaba de estrenar El Trizte en plataformas de streaming apunta a un regional donde quepan muchos regionales. Una etiqueta que tiende puentes en vez de partirles la crisma. Yo siempre voy a suscribirme a esa búsqueda, especialmente en estos tiempos donde se nos da tan bien la polarización. Qué alegría que haya una serie de canciones que suenen con certeza a una parte de lo que sea que signifique México en este punto del presente. Escribo mientras, en la ventana, unos voladores de Papantla neón vuelan suspendidos y lentos, como les enseñó su abuela a perseguir sus sueños. Como seguramente los soñó Rockdrigo, María Grever, Pedro Infante y tantas otras más personas que hicieron del sonido el arte más amarrado al tiempo.

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