Con frecuencia leemos los encabezados sobre el G20 tarareando “Algo personal” -clásico tema de Serrat potenciado recientemente por Residente- y fruncimos el ceño cantando “rodeados de protocolo, comitiva y seguridad/ viajan de incógnito en autos blindados/ a sembrar calumnias, a mentir con naturalidad/ son de los tipos que le venden hielo a un esquimal”. Y es que la burra no era arisca, pero como todo en la vida, habrá que buscarle sus matices. Se le puede, pues.

Acaba de comenzar en Roma la Cumbre del Grupo de los Veinte (G20). Se trata de un encuentro de los líderes de las veinte economías más potentes del mundo donde se discuten los problemas globales más imperiosos, se discuten acciones coordinadas para tratar de contenerlos, y se firman declaraciones en los cuales los veinte países prometen implementar las estrategias discutidas en los diferentes temas y grupos de trabajo.

Durante un par de días, presidentes, ministros de finanzas, relaciones internacionales así como organizaciones internacionales discuten en grupos temáticos sobre educación, salud, energía y cambio climático, cultura, entre oros. Salvo algunos pequeños resúmenes o citas acartonadas, al ciudadano de a pie le llega un resabio de la cumbre en forma de una foto de un representante mexicano paradito en la foto de ese grupo selecto. Y nada más. Sin embargo, aun cuando varias de las críticas al G20 y otros encuentros multinacionales se sostienen, sí hay manera de identificar de qué modo esa cumbre sofisticada de los french fries en Roma acaba teniendo consecuencias en la cuadrita en la que vivimos.

En 1943, el académico estadounidense Harold Lasswell introdujo el concepto de ciencia de políticas, que puede entenderse hoy como ciencia de políticas públicas. Se trata de un campo multidisciplinario centrado en estudiar las decisiones -o ausencia de decisiones- que el gobierno toma frente a un problema en representación del público. Aterrizando este marco conceptual en términos muy básicos, pensar en políticas públicas nos sirve para identificar problemas públicos, sus causas y consecuencias. No sólo eso, una vez identificado un problema, es posible identificar soluciones que ya han sido probadas para resolverlo y también imaginar maneras nuevas de enfrentarlo. Así, pensar en la vida pública de manera secuencial y con una lógica lineal de que un hecho D es consecuencia de otro llamado C, que a su vez es producto de que ocurran A y B, nos ayuda a encontrar la manera más realista, sistemática y científica de atender problemas públicos.

Ahora que aterrizamos la idea de políticas públicas como unos lentes para dibujar la lógica de los problemas públicos y sus posibles soluciones, podemos utilizar los mismos lentes para pensar de qué modo el éxito o fracaso estrepitoso de cumbres como el G20 tiene consecuencias concretas en nuestra vida cotidiana. Una de las críticas más comunes a estos encuentros es que se trata 1ólo de ejercicios de comunicación donde los presidentes se juntan, se toman una foto, firman una carta y la amarran a un globo que luego dejan volar en la alameda. Y aunque es cierto que buena parte de cumbres como el G20 tienen un componente fuertemente simbólico, muchas cosas que suceden en nuestra realidad social son producto de la energía que proviene de tales símbolos.

Dicho de otro modo, todos los países que se sientan a comer gelato en la Plaza Navona son Estados-nación soberanos y autónomos. Así, aunque firme un compromiso de reducir sus emisiones contaminantes en un veinticinco por ciento en diez años, pueden volver a casa y dejar que fábricas se instalen, prosperen y lancen más humo que una tarde de discada. Lo más terrible que va a suceder es que se ganarán el repudio social de quienes se tomaron la misma nieve y comprometieron a lo mismo. Nada más. Bueno, quizá hay un trasfondo más complejo, como en la relación México-Estados Unidos, donde el amor-odio se traduce en un toma y daca infinito. Pero, si bien no hay en estricto sentido consecuencias jurídicas o monetarias contra los países que se rajan de los acuerdos firmados en cumbres como el G20, las políticas públicas y la realidad misma -como tal vez me daría razón la poetisa Muriel Rukeyser- están hechas de historias y símbolos, no de átomos.

Los acuerdos a los que se llegan en espacios como el G20 afectan a los países reunidos y también al resto del planeta, nos guste o no. Porque el calibre de las voces que discuten y logran acuerdos no es menor, y terminan fijando los temas de la agenda pública del mundo. Nadie puede ignorar que el cambio climático es un problema real, aunque no logremos romper la inercia del desarrollo económico basado en destruir el planeta y multiplicar la inequidad. Estrategias anticorrupción y diagnósticos de salud pública que se presenten en esta cumbre van a sentar el tono en que pensemos en México y, finalmente, en nuestras ciudades, en estos problemas.

El discurso maniqueo y antiimperialista palidece un poco si se piensa que a todo el mundo, sin importar el color de su ideología y la escuela a la que fueron, le interesa que podamos lidiar en el futuro mejor con una pandemia, que logremos abatir la pobreza extrema, que se deje de morir gente en algún callejón del planeta por algo que pudo haber sido atendido sin mayor complicación, y que no acabe más de la mitad de nuestras ciudades inundadas por el calentamiento global.

Probablemente nuestra calle se vea igual un mes después de la cumbre de Roma, pero los problemas públicos y las políticas que se implementan para atenderlos suelen tener efecto en el mediano y largo aliento. Pensar en esa línea causal en la que, lo que se acuerde o deje de acordarse en esa cumbre tendrá indefectiblemente consecuencias en cómo nos desplazamos en las ciudades, qué clima tenemos y con qué calidad de vida nos conformamos es, precisamente, utilizar los lentes conceptuales de las políticas públicas. No tengo duda de que podría hacerse mucho más, de que los intereses particulares son potentes y oscurísimos, pero tampoco me falta esperanza para creer que hay un punto en el que podemos ponernos de acuerdo para salvarnos como especie.

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