En días recientes ha surgido una oleada fuerte de plataformas en línea que permiten a cualquiera interactuar con una inteligencia artificial. La variedad es tanta que uno puede pedirle a la computadora que escriba código de programación, un soneto al estilo de Sor Juana, que haga una ilustración de un panda montado en un monociclo como si lo hubiese pintado Frida Kahlo o hacer una canción con aires de reggaetón y flamenco. Esta capacidad de creación muy potente en apariencia ha provocado, al menos, un par de reacciones. La de las entusiastas que no pueden parar de pedirle a la máquina que les dibuje, redacte o explique cualesquiera caprichos y tareas, por un lado, y la de quienes ven en las inteligencias artificiales un peligro en muchos sentidos.
Aunque, como toda tecnología, la inteligencia artificial no es estática y continúa avanzando mientras yo escribo y tú lees esta oración, podemos discutir sus alcances hasta hoy buscando pararnos en el pasillo entre el catastrofismo y el romanticismo estilo Súper Sónicos. Las inteligencias artificiales con las que interactuamos hoy funcionan a partir de pistas, instrucciones o palabras clave suministradas por un humano. Así, le pedimos a la computadora que nos explique cómo funciona una regresión binomial negativa, y ponemos en marcha un motor muy potente que busca en todo internet la respuesta a lo que le pedimos. No sólo busca entre millones de datos, sino que combina pedazos de información desperdigada, duplicada, escueta o profundamente detallada para darnos una respuesta similar a lo que la computadora ha sido programada para acercarse lo más posible al resultado que queremos. En ese sentido, la inteligencia artificial no es simplemente un buscador más potente, sino que “aprende”, combina datos y arroja respuestas basadas en todo lo que hay en internet. No se olvide esta palabra: todo.
Quienes ven en las inteligencias artificiales de hoy peligros tienen razón en algunos puntos y probablemente exageren en algunos otros. En cuanto a la manera en que estas aplicaciones generan respuestas para nosotros, no les falta razón. Las inteligencias artificiales de hoy no distinguen entre lo que publica una revista científica sobre la salud del corazón y el blog sensacionalista de alguien a quien se le ocurrió que el chocolate blanco quita la depresión y mejora el aliento. Dado que se valen de todo lo que hay en internet, las respuestas producidas a veces aciertan por completo y otras muchas repiten las mismas incoherencias y rumores. En el sentido más perverso, la inteligencia artificial de hoy puede utilizarse como una máquina para producir paparruchas, más conocidas como fake news, y crear montañas de contenido para sesgar la opinión pública y desinformar. Podemos pensar en ellas como un bot que alimenta a los bots que diseminan información falsa.
Hay otra vertiente de gente angustiada que piensa que la inteligencia artificial terminará por arruinar el cerebro de las nuevas generaciones. Es con este grupo con quien discrepo abiertamente. Es cierto que las inteligencias artificiales de hoy empiezan a ser un dolor de cabeza y un reto en las escuelas: antes, los estudiantes copiaban textos de Wikipedia. Hoy pueden pedirle a una inteligencia artificial explicar el inicio de la Independencia con el lenguaje de un humano de doce años. Hacer trampa es más sofisticado, pero tampoco es imposible distinguir un producto de inteligencia artificial con un trabajo de inteligencia orgánica, al menos hasta hoy.
Probablemente estamos en el borde del cambio tecnológico en el que una herramienta se incorpora a la vida cotidiana. ¿Habrá habido una preocupación similar cuando se crearon calculadoras portátiles a un costo tan bajo que cualquier estudiante podía tener una en su mochila? Si hoy llegamos a un punto en donde una computadora que lee todos los memes y todas las páginas de internet en un santiamén puede hacer una tarea escolar de manera decente, a lo mejor es tiempo de repensar la tarea antes de declarar la guerra a las inteligencias artificiales.
@elpepesanchez