Ante la pandemia, el presidente López Obrador prefirió enviar el mensaje de fuerza física sobrehumana, en lugar de la de un gobernante que se asume como cualquier ser humano vulnerable a la enfermedad, y por tanto humilde y responsable consigo mismo y, de paso, con su país. Esa decisión mucho tiene que ver con la personalidad y estilo de cada gobernante. Los críticos de la estrategia presidencial lo señalaron; la salud del presidente no es sólo un asunto personal sino de seguridad nacional. La respuesta oficial; AMLO es inmune por su fuerza moral, y porque no miente. López-Gatell hizo lo que se le dijo, no lo que debió hacer. El contagio de AMLO -que creemos y confiamos será superado satisfactoriamente- nos lleva a plantearnos el escenario de una falta total de presidente. Lo que podría ocurrir también con una revocación de mandato. México lleva justamente 100 años sin que haya faltado un presidente en funciones. Hemos sido afortunados. Cuando ocurrieron los asesinatos de Álvaro Obregón y Luis Donaldo Colosio , había presidente en funciones que logró controlar la crisis. Pero no sabemos qué pasaría si llegara a faltar el presidente en funciones.
Básicamente la incertidumbre surge de que, a diferencia de Estados Unidos y otros regímenes presidencialistas, aquí no hay nadie previamente designado para sustituir al presidente desaparecido; allá está el vicepresidente. Aquí tuvimos también esa figura por mucho tiempo, pero los vicepresidentes, sabedores de que serían beneficiarios seguros de la ausencia del presidente, podrían justamente buscar su desaparición (mediante asesinato o argucia política). De modo que, en México, se decidió eliminar esa figura en 1917. Si no hay beneficiario seguro de un presidente faltante, se reduce la motivación para desaparecerlo.
Pero eso mismo genera otro riesgo; la ingobernabilidad ante la falta del presidente. La Constitución (art. 84) dispone que será el Congreso por mayoría calificada el que designará al sucesor, sea como interino (en los primeros dos años) o sustituto (en los últimos cuatro años). Tiene dos meses para hacerlo. Mientras tanto, el secretario de Gobernación asumirá la función de encargado del despacho. Lo cual suscita las siguientes interrogantes: desde luego, el partido mayoritario se sentirá (legítimamente) con el derecho a nombrar a uno de los suyos. Si ese partido cuenta con mayoría aplastante, lo podrá hacer con o sin acuerdo de la oposición. Pero ¿qué pasaría si el partido oficial no cuenta con mayorías legislativas, como ocurrió desde 1997 hasta hace poco? La oposición podría condicionar su voto para apoyar a alguien que le fuera conveniente, así fuese del partido oficial. Ahí podría venir un fuerte desencuentro que podría obstaculizar la sucesión. Pero incluso si el partido oficial cuenta con amplias mayorías (como es el caso ahora), ¿habría garantía de que su bancada se pusiera de acuerdo fácilmente? No tan fácil. Los aspirantes conocidos o no a la presidencia levantarían la mano para ser el sustituto. No sería tan fácil que cedieran su lugar a un adversario sólo en aras de la estabilidad (“¿por qué no ceden los otros?”, podrían fácilmente preguntar). Cada quien recurriría a sus leales en el Congreso para empujar su candidatura.
¿Qué pasaría si las distintas tribus no llegaran a un acuerdo? ¿Qué si se vence el plazo de dos meses sin lograrlo? ¿Cómo reaccionarían los mercados y la economía en tal situación de incertidumbre ? ¿Qué haría el Ejército? Convendría entonces que discutir seriamente la conveniencia de una eventual restauración de la figura de vicepresidente que, como en Estados Unidos, habría sido votado junto con el presidente, por lo cual gozaría de suficiente legitimidad. Y daríamos más certidumbre al régimen político . Desde luego, tendría que regularse de la mejor manera para también quitar incentivos a quien ocupara ese cargo para intentar algo contra el presidente en funciones. Hay formas de hacerlo. Tomemos el contagio de AMLO como un aviso. Que no se diga después que nos tomaron por sorpresa.
@JACrespo1