Una de las múltiples mentiras de los morenistas más repetidas en las últimas semanas es que el electorado le dio la mayoría calificada. Sabemos que es falso, pues obtuvo en ambas cámaras aproximadamente 55%, no 66%.

Pero, como siempre, están dispuestos a incurrir en cualquier trampa para salirse con la suya. Sus súbditos en el Instituto Nacional Electoral y en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación interpretaron el artículo 54 de la Constitución con dos criterios distintos, según conviniera a Morena. Con ello pasaron la bancada de la coalición gobernante de 55% del voto a 73% de las curules. ¡Vaya representatividad democrática¡

Pero no hicieron nada para garantizarle esa mayoría calificada en el Senado. Por lo cual, le faltaban a Morena tres senadores. Muy pronto, dos del PRD se pasaron de ese lado. Y faltaba uno. Días antes de la elección, todos los senadores se comprometieron en público a votar en contra de la reforma judicial (incluido el panista Miguel Ángel Yunes Márquez).

Una reforma motivada más por la venganza y para subordinar el Poder Judicial al Ejecutivo, como ocurre en las dictaduras bolivarianas.

El bloque opositor abrió una chispa de esperanza de que la democracia, mal que bien, pudiera continuar. Pero al mismo tiempo, muchos adelantábamos que lo más probable era que Morena lograra comprar o doblar a uno o más senadores.

¿Por qué? Porque la gran mayoría de políticos, de cualquier partido, tiende a la corrupción y la trampa, o bien es suficiente ambicioso como para ceder ante ofertas de dinero o poder. Hubiera sido muy raro (pero muy afortunado) que los 43 opositores cumplieran su palabra.

Ahora que Morena sí tiene mayoría calificada también en el Senado, puede decirse con firmeza que se demolió el más reciente intento democrático de México (tuvo varios antes), y el más exitoso, prolongado y eficaz.

Decir que un régimen donde la fuerza gobernante puede cambiar la Constitución por sí misma es democrático, es casi como decir que un sistema con un sólo partido también lo es. En absoluto.

Si la fuerza gobernante puede hacerlo, hablamos de algún autoritarismo (bajo cualquier nombre que se le dé), no hay división de poderes, vigilancia mutua, contrapesos y menos rendición de cuentas.

Evitarlo fue el espíritu de la reforma de 1996, con la que estuvieron de acuerdo todos los partidos (incluido el PRD, dirigido por AMLO).

Pero la reforma judicial es apenas el inicio; vendrá mucho más que favorecerá el surgimiento y consolidación de un nuevo partido de Estado (la antítesis de la democracia).

Leo y oigo a unos pocos morenistas molestos o preocupados con la reforma judicial, la forma en que se logró, y sus probables efectos negativos. Son pocos, y se están percatando que eso de que AMLO buscaba una autocracia, no era exageración. Los demás, o no lo creen, o no les importa, o incluso lo celebran.

Con esa tendencia echada a andar, y si no ocurre nada extraordinaro, el nuevo autoritarismo se prolongará por décadas, y sólo cuando sus propios abusos, errores y tonterías lo tire, se podrá intentar de nuevo una democratización.

Es propio, por ejemplo, de un país de corte bananero que se pretenda eliminar la corrupción en el Poder Judicial recurriendo a la extorsión en el Congreso, y utilizando políticamente la ley. Es un contrasentido, pero a Morena jamás le ha interesado la ley ni la congruencia.

Queda por ver qué tanto daño le hacen tales reformas antidemocráticas a Claudia Sheinbaum, más allá de los perjuicios que provoque al país en su conjunto. Y ver si ella es capaz de decidir por sí misma algunas correcciones.

O quizás habrá una fuerte presión norteamericana que obligue al nuevo gobierno retomar el camino de la racionalidad económica y de la certeza jurídica (vinculada a la división democrática de poderes).

Si no ocurre ninguna de esas dos cosas, avanzaremos casi seguramente hacia el despeñadero, ese que le atribuían a Peña Nieto, pero que ahora sería mucho más empinado y destructor para el país.

Analista. @JACrespo1