Los debates presidenciales difícilmente son determinantes en el desenlace de una elección (hay pocos casos así), pero pueden ayudar o entorpecer las posibilidades de cada candidato. Desde luego, la pregunta típica ¿quién ganó? tiene poco sentido, pues los adeptos de cada candidato ven genuinamente a su favorito hacer polvo a sus rivales. Para tener una mejor idea –más objetiva– de a quién le fue mejor más allá de las impresiones personales, podrían hacerse encuestas (genuinas) sobre intención de voto, y concentrarse a los indecisos que hayan visto el debate con tres preguntas; 1. ¿Quién te pareció que tuvo un mejor desempeño personal? 2. ¿Quién crees que hizo las mejores propuestas? 3. ¿El debate te decidió por alguno de los contendientes?
Eso nos daría una idea más clara de quién salió realmente ganando, así sea en un grado reducido (o quizá grande, depende). Mientras tanto, detecto un amplio consenso en que el formato del debate fue un desastre; desorden, tiempos limitados, preguntas simultáneas con temas muy distintos, poca posibilidad de preguntar o responder a los adversarios, y mucho menos un diálogo directo entre ellos. La impresión fue de caos y desorden, y creo que poca gente pudo sacar alguna conclusión clara sobre las propuestas. Y en los ataques personales, que siempre están, no hubo tiempo de aclararlos, desmentirlos o confirmarlos. Cada persona creerá lo que quiera (según su propia preferencia). Un debate con esas características no tiene sentido.
De hecho, todo parece indicar que hemos retrocedido en la forma de llevar estos ejercicios. El primero, en 1994 fue espectacular, pues el formato sí permitió el intercambio directo entre los tres candidatos, y desde luego Diego Fernández de Cevallos arrasó en parte por su estrategia, en parte por su fuerte y persuasiva personalidad, pero también porque encontró a un Cárdenas que fue tomado por sorpresa (creía que a él Diego no lo iba a atacar) y a un Zedillo forzado a ser candidato y un tanto desconcertado por la reciente muerte de Luis Donaldo Colosio. El PAN tenía 12 puntos y tras el debate subió a 32 puntos, ubicándose en segundo sitio, pero muy cerca del PRI (en ese momento).
En los siguientes debates hubo también mayor flexibilidad y capacidad de confrontación directa entre los contendientes. Eso no ocurrió el domingo. Tan es así, que el INE ya anunció que cambiará de formato para los dos debates que faltan, y esperemos que cumplan con los requisitos para hacerlos interesantes y productivos.
Mientras tanto, Claudia Sheinbaum salió bien, pues estando en primer sitio (no sabemos exactamente con cuánta ventaja), basta que no te tumben para que salgas bien parada. Se mantuvo en el discurso tradicional de López Obrador, pleno de mentiras e ilusiones, pero dichas con una gran convicción y articulación.
En cambio Xóchitl Gálvez pagó los platos de ese formato disparatado, pues, según dice (y yo le creo) cambiaron algunas reglas sin avisar y eso le generó la confusión que se le vio. Por otro lado, las múltiples preguntas combinadas de varios temas y con poco tiempo de respuesta y aclaración, no le permitió ser más insistente en las denuncias que hizo a Claudia (en sus flancos más débiles). Con lo cual poco efecto tuvieron estas (al parecer). En los días siguientes, en (el posdebate), en varias entrevistas Xóchitl pudo aclarar y ampliar lo que tenía planeado para el debate, con la agilidad que se le conoce. E invitó a Claudia a tener uno o más encuentros en medios de comunicación para poder debatir, aclarar, desmentir con tiempo y orden todo lo que haya que discutir. Desde luego, sabemos desde ahora que Claudia no aceptará, pues en ese formato sí podría quedar atrapada entre la espada y la pared, sin poder responder escapar a las preguntas complicadas sobre sus muchos flancos débiles (y del gobierno actual, desde luego). El INE debe contratar a una empresa distinta a la que organizó este debate, pues es obvio que le salió mal. Y es que con malos debates el verdadero perdedor es el ciudadano.