El presidente López Obrador prometió desde su campaña “Acabar con la corrupción… no aminorarla, no reducirla, no mantenerla a raya… ¡Acabarla, desterrarla!” (Excélsior, 19/04/17). Algo que ni los países escandinavos han logrado cabalmente. Los procesos contra Lozoya, Collado y Robles se interpretan como el fin de la histórica impunidad. Pero habrá que ver si de verdad se recurre a un patrón distinto del que prevaleció en los tiempos del viejo PRI.
¿Cuál era ese patrón? En primer lugar, se respetaba una ley no escrita entre priístas, de un pacto de impunidad entre presidentes; el entrante no tocaría al saliente, por más corrupción en que hubiera incurrido éste. Se esperaba que ese pacto se rompería con la alternancia política, pues justo esa es una de sus ventajas. Pero dicho pacto se prolongó cuando Fox desistió de castigar a los priístas. Y Calderón no investigó a Fox, y Peña no lo hizo con Calderón.
Otra característica de ese modelo era que se aplicaba la ley a algunas figuras aisladas, y no a todos quienes en el gobierno anterior hubieran incurrido en corrupción. Es decir, era una justicia selectiva, con el propósito de aparentar cumplimiento de las promesas contra la corrupción, y ganar algo de legitimidad de entrada. Casualmente, los personajes sacrificados solían ser rivales del nuevo presidente o tenían una cuenta pendiente con él; Jorge Díaz Serrano, La Quina, Raúl Salinas, Elba Esther Gordillo. Evidentemente dicho esquema clásico servía para propósitos de legitimación o venganza, pero no para combatir la corrupción eficazmente (o no estaríamos en la situación actual).
Esa pauta tendría que romperse con AMLO si de verdad quiere cumplir su principal promesa. Pero justo durante su campaña él también ofreció impunidad al gobierno saliente “para que no sientan que el mundo se les viene encima”. Y de ahí la suposición de que dicho pacto existió entre Peña y López Obrador. Peña buscó en Raúl Cervantes, como “Fiscal Carnal”, su protección transexenal, pero Ricardo Anaya y el Frente que encabezó echaron abajo esa posibilidad (ante lo cual Peña respondió atacando a Anaya con la PGR).
Y después Anaya amenazó con llamar a cuentas a Peña. Al constatar éste que Meade no levantaría, probablemente no vio más opción que aceptar la oferta de AMLO a cambio de facilitarle las cosas al final de la campaña y durante la transición. Se atribuye a eso la tranquilidad y frivolidad con que se ha mostrado Peña Nieto en estos meses. Pero los pactos secretos pueden romperse cuando así convenga a alguno de los pactantes. ¿Lo hará López Obrador? No puede descartarse, sobre todo si las cosas se le siguen complicando.
Desde luego, también en este tema como en muchos otros, AMLO ha manejado un discurso contradictorio; al ofrecer impunidad al gobierno saliente implica que es su decisión perdonar o castigar, como ocurría en otros gobiernos. Pero también ha manejado la idea de que de él no depende que la ley se aplique o no, sino del Fiscal General, presumiendo su total autonomía (que institucionalmente no termina por adquirir) o del Poder Judicial. Esa ambigüedad retórica la utiliza a conveniencia, dependiendo de las circunstancias.
Flota en el aire la sospecha de que el caso Robles responde al viejo esquema; sus cuentas pendientes con AMLO, muchos involucrados en la Estafa Maestra que circulan con tranquilidad, y la detención de Carlos Ahumada, casualmente vinculado con la afrenta contra AMLO hace años. En todo caso, la corrupción no se podrá combatir sin una pauta distinta a la hasta ahora aplicada, que tenga criterios universalistas y no selectivos, con criterios jurídicos y no políticos o personales.
Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1