Diversos filósofos han advertido desde hace siglos el carácter adictivo del poder, así como el efecto distorsionador de la realidad que suele generar. Y también las alteraciones que suele provocar en la personalidad (prepotencia, soberbia, sensación de infalibilidad, aires de grandeza, megalomanía, paranoia, etcétera). Es como una droga poderosa que genera adicción y provoca alucinaciones. Y eso explica los esfuerzos por retenerlo, y también el efecto depresivo que suele acompañar el momento de tener que dejarlo.
De ahí que diversos pensadores políticos hayan advertido de que “el poder enloquece”. Maquiavelo recomendaba al príncipe rodearse de asesores que no dudaran en decirle la verdad tal cual, pues los aduladores tienden a aislar al gobernante de la realidad y fomentar sensaciones de injustificada superioridad. Y ello puede provocar desvaríos que repercuten en las decisiones que se toman desde las alturas. Zapata no quiso fotografiarse en la silla presidencial porque estaba embrujada. El propio López Obrador ha dicho que el poder “hace tontos a los listos, y locos a los tontos”. O podría decirse, a los listos primero los hace tontos, y después los vuelve locos.
Pero si bien el poder puede provocar cierto tipo de locura, el no poder (no conseguir lo que se pretende desde ahí) puede profundizarla aún más. Ante una estrategia que muestra ser fallida en cualquier campo, puede haber dos reacciones básicas del gobernante: A) La del estadista que acepta que sus decisiones no fueron adecuadas, que cometió errores y conviene corregir el rumbo, pese al orgullo herido.
B) La del político menos sensato y más orgulloso, que se enconcha en su determinación, engañándose sobre que las cosas van bien pese a las evidencias; o se convence de que su fracaso se debe a sus adversarios y no a sus malas decisiones. En este caso puede tomar medidas más exasperadas e insensatas. Justo eso ocurrió en el último año de los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo; el fracaso los llevó a cometer desvaríos que profundizaron aún más las crisis por ellos generadas.
Me temo que eso podría ocurrir a López Obrador, si la realidad insiste en contradecir sus románticos proyectos. Quizá una muestra de eso la vimos ya al acusar AMLO un posible golpe de Estado como consecuencia del descalabro de Culiacán y el descontento expresado por algunos militares. Eso, aunado a la preocupación de que la economía no responde como se esperaba.
Lo cual podría provocar que su propuestas no jalen, de modo que lejos de trascender a la historia al nivel de los padres de la Patria —como pretende—, lo haga como otro presidente más que falló, que defraudó, que decepcionó, como tantos ha habido y hoy pueblan el “basurero de la historia”.
La propensión a descalificar a sus adversarios quizá no sólo responde a un guion que han utilizado históricamente diversos gobernantes, sino que va acompañada de genuino enojo. Es la frustración de no conseguir lo que se persigue y eso puede llevar a medidas descabelladas que, lejos de solucionar los problemas, pueda profundizarlos.
De ser así, en la medida que las cosas no salgan como el presidente espera, más que correcciones —que muchos esperaríamos—, podría haber más graves desatinos. Y buscar salirse con la suya como sea, (incluso pasándose por alto la Constitución, como vimos en el caso de la CNDH). Si en cambio consigue éxitos, podría serenarse y tomar decisiones más racionales. Pero eso difícilmente será por un golpe de suerte, sino por decisiones atinadas y oportunas. Así pues, entraremos en un círculo virtuoso si —por la razón que sea—, las cosas mejoran. O un en círculo vicioso, si desmejoran.
Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo