No creo que plantear una rifa del avión presidencial sea sólo una treta del presidente para distraer de temas como el Insabi, la inseguridad, la caída en la creación de empleos o la contrarreforma penal que se fragua en el Congreso. Pienso que se trata de una posibilidad que López Obrador considera con toda seriedad para deshacerse del avión presidencial sin mayores costos para la nación. No le bastó con dejar de usar el avión pagando su mantenimiento en Estados Unidos. Se trata de recuperar el dinero (o parte de él) sin usar el estigmatizado avión, que es desde luego un lujo excesivo para un país como México, y eso le brindó a AMLO la oportunidad de medrar políticamente. Qué mejor símbolo de los privilegios y el despilfarro de la clase política neoliberal que ese avión, y qué mejor oportunidad de mostrarse distinto que deshacerse de él.

Además, ha sido políticamente muy rentable presentarse en vuelos comerciales como cualquier ciudadano, haciendo cola, sujeto a los retrasos, fotografiándose con los pasajeros. El problema de ello que, más allá de la eficaz promoción política, hay riesgos en la seguridad del presidente, poniendo en juego la estabilidad del país, así como la eficacia del uso de sus tiempos, atender emergencias, etcétera. Pero una de las prioridades de López Obrador es la rentabilidad política de lo símbolos que maneja. Así ocurrió también con el aeropuerto de Texcoco, con el Tren Maya y Dos Bocas, y la cancelación de programas que siendo mejorables, provienen de la época neoliberal.

Pero la imposibilidad (hasta ahora) de vender el avión a su precio de avalúo, confirma que la realidad se impone frente al voluntarismo que predomina en López Obrador. Las cosas no eran tan sencillas como parecían, y así lo dijeron expertos y críticos durante la campaña misma; sostenían que AMLO no partía de un buen diagnóstico, que basaba sus propuestas en supuestos muy fantasiosos y que no reflejaban un adecuado conocimiento de las relaciones causales en cada uno de los temas propuestos.

Pese a lo cual millones creyeron perfectamente posible alcanzar tan elevadas metas en un solo sexenio. De otra forma no se explica que se tomara en serio un cambio profundo, un nuevo régimen y más aún, una transformación a la altura de las tres que marcan la historia de México. Poco a poco los obradoristas más congruentes empiezan a reconocer las dificultades para alcanzar dichas metas, y varios incluso dudan de que el sexenio vaya a ser suficiente para ver visos de solución a los graves problemas que enfrenta el país. Su visión empieza a emparentarse con la de los críticos; las cosas no eran tan fáciles, requieren de más reflexión, un buen diagnóstico y por supuesto, de bastante más tiempo.

Los cambios esperables incluso en una visión optimista, estarán lejos de caracterizar a este gobierno como algo espectacular, por lo que difícilmente eso se considerará una transformación histórica, y más aún, una que resolvería los pendientes de las tres anteriores. En el mejor de los casos habrá alguna mejoría en varios temas. El grado de dificultad que la realidad presenta es algo que López Obrador quizá también está comprendiendo en cierta medida, pero no por ello renunciará al uso de los símbolos políticos, aunque ello genere costos económicos, ecológicos o administrativos. Y desde luego, en el discurso seguirá insistiendo en que las cosas se irán arreglando, y que los cimientos para el cambio profundo y verdadero —de carácter irreversible— estarán listos en este año. Mientras haya ciudadanos que le crean, continuará por esa ruta discursiva. Pero resulta que el voluntarismo y la realidad, al igual que los aviones del Ingeniero Riobóo, se repelen entre sí.


Profesor afiliado del CIDE.
 @JACrespo1

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