Lo ocurrido en la Suprema Corte vuelve a poner de manifiesto lo inadecuado de la ley actual para nombrar a los ministros. No ayuda, sino que entorpece, a conseguir uno de los objetivos esenciales de la democracia; la auténtica división de poderes, no sólo formal, sino real.
Como todos saben, la renuncia del ministro Arturo Zaldívar fue un truco para dejarle a AMLO la posibilidad de nombrar a una ministra más que estará 15 años como tal, nombramiento que le correspondía al próximo presidente(a). En caso de ser Xóchitl, se perdería ese espacio para Morena. De ganar Claudia Sheinbaum se podría preservar ese espacio, pero era mejor asegurarlo desde ahora (por si las dudas). La oposición decidió no avalar ninguna de las propuestas presidenciales, quizá para evidenciar la parcialidad de todas, aunque a riesgo de que AMLO nombrara a la peor, como ocurrió.
Pero el hecho de que sea el presidente el que haga esas propuestas (todas afines a él), y en caso de no lograrse la mayoría calificada, pueda designarla directamente, refleja lo absurdo de la actual ley.
Evidentemente, eso le permite poner incondicionales, afines a su proyecto, partido y persona, con lo cual la imparcialidad y autonomía de esos ministros pueden fácilmente perderse (a menos que, como dos ministros propuestos por AMLO, decidan mantenerse como autónomos, algo que el presidente considera “traición”, pues él espera apego a su proyecto, no a la Constitución, según ha dicho varias veces).
En el caso de Lenia Batres esa distorsión aflora con mayor claridad; cumple el requisito de ser abogada, pero no se ha dedicado a cuestiones judiciales, sino de índole política. No tiene la capacidad técnica para el cargo. Y además, es militante del partido oficial, lo que en sí mismo distorsiona también la función que presuntamente debe cumplir. Y eso ya se ha visto en sus discursos y declaraciones.
Desde luego, también había sesgos con los presidentes previos, pero justo por eso habría que cambiar la ley quitando de en medio al Ejecutivo (y, en lo posible, a los partidos). AMLO, en la oposición, se quejaba de dicha parcialidad en diversas instituciones, y lo lógico es que desde el poder modificara el marco legal para que ningún presidente pudiera seguir sesgando con parcialidad a tales instituciones. En lugar de ello, dijo “ahora me toca a mí hacer lo que antes hacían los otros”. El cambio no fue de reglas, sino de quien se benefició de ellas. Y en efecto, sí se puede considerar a Batres como “ministra del pueblo”, pues AMLO es el único y genuino representante del pueblo desde la perspectiva populista que impera en Morena.
Si queremos avanzar en la democracia y en sus contrapesos inherentes (algo que se ve difícil si vuelve a ganar Morena), lo que se exige es una nueva ley que le quite al presidente toda participación en el nombramiento de ministros, magistrados, consejeros, comisionados, al presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, etcétera. Y restar o quitar la participación de los partidos, que siempre nombran esos cargos también con un objetivo faccioso (todos lo han hecho).
Debieran, en cambio, ser nombrados por comisiones ad hoc (según los cargos en cuestión) formadas por académicos y expertos apartidistas que decidan a partir de la experiencia y preparación de los aspirantes (que además tendrían que tener prohibido haber militado en cualquier partido por un tiempo respetable).
Eso incrementaría (aunque no garantizaría, pues somos falibles) mayor imparcialidad, autonomía y por tanto eficacia en el propósito de vigilancia y contrapeso de la Corte y las demás instituciones autónomas.
Dicha propuesta fue recogida por el proyecto que coordinó José Ángel Gurría, y hace unos días Xóchitl Gálvez la mencionó como posibilidad —en caso de ganar— de terminar con la captura de dichas instituciones por el presidente o el partido gobernante. Sería un gran avance a nuestra democracia, que hoy se ve amenazada por el embate bolivariano de AMLO y, según dice Claudia Sheinbaum, ella lo continuaría.