El PRI es el emblema de la antidemocracia en México; al ser fundado como consecuencia de la Revolución, manejaba el discurso democrático (el origen de la Revolución maderista de 1910), pero en los hechos surgió como un partido monopólico de Estado. Pero cuando su legitimidad revolucionaria y la de desempeño económico se fue agotando (entre 1970 y 1982), así como la presión internacional y en particular la norteamericana, al PRI no le quedó más remedio que ir abriendo el régimen, aún si eso implicaba perder gradualmente espacios.

Tras 1988, el PRI hubo de aceptar triunfos opositores en gubernaturas (monopolio que mantuvo por 60), así como una creciente autonomía de los órganos electorales. En esa medida, fue perdiendo espacios, y la creciente pérdida de legitimidad (el EZLN en 1994, la muerte de Colosio, y la crisis económica de 1995), llevaron a Zedillo a cruzar el umbral de la competitividad (1996), que ya no garantizó el triunfo del PRI, ni en el Congreso y la capital (1997), ni en la presidencia (2000).

Zedillo calculó juiciosamente que otra crisis política a fin de su gobierno podría crear más inestabilidad económica y política que en 1988 y 1994. Así, la pérdida de legitimidad provocó que el PRI fuera un actor esencial para permitir la democratización, no por convicción, sino por necesidad para evitar la ruptura y debacle del país.

El PRI pudo adaptarse, con dificultad, a las nuevas circunstancias. Fue perdiendo espacio en el Congreso y en varios estados de la República. Al regresar al poder en 2012 (a partir de diversas condiciones), muchos opositores pensaron y temieron que el PRI llevaría a cabo una restauración del régimen hegemónico. Yo pensé que no podría hacerlo, no porque no quisiera sino porque no tenía la suficiente fuerza para ello. Tan fue así, que perdió varias gubernaturas en 2016, y mantuvo forzadamente el Estado de México y Coahuila en 2017, pero eso mismo sellaba su enorme derrota en 2018. En ese trance se abrió una vía de entendimiento con el nuevo gobierno. Peña Nieto parece haber aceptado la oferta de un pacto de impunidad que López Obrador le ofreció desde 2016 y a lo largo de la campaña. Era la mejor opción para Peña; facilitarle la victoria y una transición de terciopelo (como nunca), a cambio de impunidad. Hasta ahora todo parece confirmar que así ocurrió. Algo parecido sucedió con Manuel Velasco de Chiapas, quien tuvo la visión al menos desde 2015 para transferirle recursos estatales a Amlo e ir tejiendo una alianza que se confirmó en 2018, a cambio también de impunidad y privilegios.

A partir de entonces, algunos analistas proyectamos que esa sería la pauta a seguir por muchos gobernadores del PRI (y quizá algunos del PAN); tirar la toalla, mandar mensajes de sumisión, colaborar en el cambio de poderes y disfrutar de impunidad, cuando no alguna otra ventaja. Eso es por lo visto lo que pasó este año en varios estados; Sonora, Sinaloa, San Luis Potosí al menos. con clara participación de los cárteles (que cada vez cobran mayor influencia política).

Eso seguiremos viendo en lo que resta de este sexenio. Pero también vemos acercamientos del PRI con Morena en el Congreso; López Obrador requiere el respaldo del tricolor para alcanzar la mayoría calificada y cambiar a su gusto la Constitución, cosa central – según él ha dicho – para consolidar su proyecto “histórico”. Ya hay indicios en ese sentido. De consolidarse esa alianza, la democratización y la autonomía de varias instituciones pueden sufrir un duro golpe, que continuaría la regresión política que Amlo inició ya (CNDH, COFECE, CRE, ASF, INEE, y otras). Paradójicamente, que la democracia mexicana resista y sobreviva, o bien que se desvirtúe en grado importante, depende hoy esencialmente de cómo actúe el PRI.


Profesor afiliado del CIDE.
@JACrespo1