Recién apareció el libro “La defensa histórica de la democracia”, coordinado por Emilio Rabasa, con artículos de Maricarmen Alanís, Lorenzo Córdova, Leonardo Curzio, Dora Elvira García, María Marván, Jacqueline Peschard, Federico Reyes Heroles, Pedro Salazar, Jesús Silva Herzog, José Woldenberg, el propio Emilio Rabasa y yo mismo.
Son reflexiones sobre la democracia a partir de distintos autores, desde los clásicos hasta algunos contemporáneos, que aportan elementos para entender la complejidad del mecanismo democrático y sus beneficios frente a cualquier tipo de autocracia.
En el artículo con que yo participo, atiendo la faceta democrática de Maquiavelo que, siendo parte del realismo político, sabía de la ambición de poder y tendencia a su abuso en la naturaleza humana.
Y recomendaba adoptar la democracia como mejor instrumento para evitar, frenar, contener y sancionar ese probable abuso de poder. Sabía que quien obtiene poder tendrá una gran tentación a utilizarlo para beneficiarse él, sus aliados, amigos y familiares, aunque ello implique un daño para el conjunto de la sociedad (o sectores específicos de ella).
Otro miembro del realismo, John Calhoun, decía al respecto: “La constitución de nuestra naturaleza… conduce necesariamente a conflictos en los individuos. En consecuencia, cada cual se preocupa de su seguridad o felicidad más que de la seguridad o felicidad de los demás; en caso de conflicto entre ambas situaciones, lo más probable es que se sacrifiquen los intereses de los demás a los propios”.
Y John Stuart Mill afirmaba: “Quien posee el poder más fuerte está cada vez más propenso a abusar de él”.
Varios autores de este realismo político expresaban la necesidad y conveniencia de adoptar un régimen político con división de poderes, contrapesos institucionales, vigilancia mutual, pluralismo partidista y elecciones libres, no para obtener una utopía o una sociedad idílica (que en su perspectiva no existe), sino para minimizar los daños de ese egoísmo natural en la especie humana.
Esa es la diferencia esencial de la democracia respecto de cualquier autocracia. Como lo explicaba uno de los padres norteamericanos, Alexander Hamilton: “El presidente de los Estados Unidos podrá ser acusado, procesado, y si fue convicto de traición, cohecho u otros crímenes o delitos, destituido, después de lo cual estaría sujeto a ser procesado y castigado… La persona del Rey de Gran Bretaña es sagrada e inviolable; no existe ningún tribunal constitucional ante el que pueda ser emplazado, ni castigo alguno se le puede someter sin suscitar la crisis de una revolución nacional”.
El idealismo político, en contraste, parte de la posibilidad de que los gobernantes (y los ciudadanos en general) pueden ser impolutos, altruistas, empáticos y totalmente honestos por lo cual no abusarán del poder, incluso si se les diera de manera absoluta.
No mienten, no roban y no traicionan a nadie. Los distintos experimentos históricos que parten de esa visión han terminado en dictaduras, desastres humanos y frecuentemente también económicos y sociales.
Maquiavelo era consciente de ello, por lo cual recomendaba, para salvaguardar mejor el interés ciudadano, el arreglo democrático.
Decía por lo tanto: “Adviértase la facilidad con que los hombres se corrompen, y cambian de costumbres aunque buenos y bien educados... Bien estudiados tales sucesos por los legisladores de las Repúblicas o de los reinos, les inducirán a dictar medidas que refrenen rápidamente los apetitos humanos y quiten toda esperanza de impunidad a los que cometan faltas arrastrados por sus pasiones”.
Hoy en varios países, incluido el nuestro, la democracia enfrenta un embate demagógico que busca concentrar el poder, justo lo que permite el abuso, la arbitrariedad, la corrupción y la impunidad. López Obrador, que prometió combatir todo eso, no lo hizo. En cambio, la democracia le estorba y poco a poco busca desmontarla (el Plan C). Es necesario defenderla en 2024. Después quizá sea tarde.
Analista. @JACrespo1