No me refiero a la autodenominada Cuarta Transformación que pretende ser tan profunda y relevante como las tres épicas reconocidas de nuestra historia; Independencia, Reforma y Revolución. Hablo de la más reciente de las fases del sistema político pos revolucionario, cuya fase armada culminó en 1917.
Una vez con el triunfo de los constitucionalistas, la primera etapa puede considerarse de dispersión política. No había partidos nacionales sino regionales y sectoriales, sin mayor regulación ni organicidad. Las instituciones porfiristas quedaron destruidas y aún no había otras que las sustituyeran.
Ante lo cual en esa etapa podía fácilmente romperse la estabilidad, como de hecho ocurrió en 1920, cuando Obregón dio un golpe a Carranza, al no ser el gallo para sustituirlo en la presidencia. Fue el último golpe exitoso, pero se intentaron otros más en 1923, 1927 y 1929, pasando por el asesinato de Álvaro Obregón como parte de ese panorama dislocado y poco institucional.
Esa fase terminó formalmente cuando Calles convocó en 1928 a fundar un partido hegemónico, el Nacional Revolucionario y, como él mismo señaló, se pasó de un país de caudillos a otro de instituciones. La segunda fase, la institucionalización hegemónica, logró superar los intentos de golpes, el surgimiento del partido gobernante de masas y corporaciones, la creación de instituciones, la desmilitarización del gobierno y su separación del partido oficial, el control del Congreso y el poder judicial, y la consolidación de la no reelección presidencial (tras haberla roto Obregón).
Se mantuvo la estabilidad política (México es el país latinoamericano con la más prolongada estabilidad política), y se forjó una gran disciplina partidista y gubernamental. No había democracia, pero sí institucionalidad, orden y concierto. Y el partido hegemónico, que no único, implicaba mayor flexibilidad al régimen político que, por ejemplo, los sistemas de partido único, las dictaduras militares o personalistas (se hablaba de una “dictablanda”).
Justo la tercera etapa consistió en la democratización política, claramente a partir del magno-fraude de 1988, cuando el régimen de partido hegemónico se fue agotando. Se tomaron medidas graduales hacia la democratización (IFE, TEPJF, CNDH, etc). La fecha clave del paso de un sistema de partido hegemónico a otro pluripartidista y competitivo fue 1996-97 (autonomía del INE, nueva reforma electoral claramente democratizadora, el PRI pierde la mayoría absoluta y la capital, se acumulan varias alternancias en distintos estados, etcétera). Se puede hablar por tanto de un régimen distinto al de la vieja hegemonía. Y a partir de entonces se fue avanzando poco a poco, aunque con insuficiencias, a un mayor equilibrio de poder, genuina separación de poderes, autonomía institucional, y una puerta real a la alternancia (como en, 2000, 2012 y 2018).
A partir de 2018 podemos detectar una cuarta fase. Con el triunfo de López Obrador, y con el gran poder que recibió, se empezó a repetir un fenómeno visto en otros países; democracias iliberales les llaman algunos, o populismos autocráticos, en los que se empieza a desmontar, poco a poco y en distinto grado, la reciente institucionalidad democrática. Y en esa medida, se destruyen, desgastan, desvirtúan o someten diversas instituciones, concentrando de nuevo el poder en el presidente.
Una regresión, pero no precisamente a la vieja hegemonía (en algunos aspectos sí), pues ya no se dispone de la gran institucionalidad de aquélla segunda fase. En cierto sentido, esta etapa obradorista es un retorno no a 1946, sino a antes de 1928; se pasa de un país de instituciones (primero hegemónicas, después democráticas), a otro de neocaudillismo (primero con AMLO, y después pueden venir otros).
¿Puede continuar esa fase de desinstitucionalización autocrática? Si gana Morena en 2024, desde luego.
Analista. @JACrespo1