En varios momentos se habló durante los gobiernos de Calderón y Peña Nieto de que estábamos en un Estado fallido, uno que ya no puede controlar el orden en su propio territorio, y la gobernabilidad se le va de las manos. Había buenas razones para sospecharlo; en particular, la delincuencia desatada y la violencia del crimen organizado. Los que más sostenían esta tesis eran grupos e ideólogos de izquierda. Yo por mi parte, pensaba que en realidad no se había llegado aún a ese estado, que es sinónimo de anarquía e ingobernabilidad. Pero que sí podía aplicarse en algunas regiones del país. Pensaba, eso sí, que de no corregirse la situación podríamos avanzar hacia ese Estado fallido.
Conviene repasar fundamentos de la teoría del Estado a partir de Thomas Hobbes en su Leviathan. Él parte de una sociedad sin orden cuyos miembros son egoístas por naturaleza y buscan su bienestar por encima de los demás, a partir de lo que sea, incluyendo la violencia (“el hombre es el lobo del hombre”). El resultado es un “estado de naturaleza”, caótico, violento e ingobernable, una ley de la selva de todos contra todos. El antídoto es la creación de un Estado fuerte (lo contrario a “fallido”), a partir de la claudicación de cada individuo de parte de su capacidad de decisión, para que pueda imponer reglas mínimas de convivencia social, y sancionar a quienes las trasgredan. Única forma de preservar el orden, la seguridad y propiedad de los miembros de dicha comunidad. El problema es que AMLO no parece ser adepto de Hobbes y otros filósofos realistas, sino de Platón y demás idealistas que consideran que es posible apelar a la bondad del los hombres para preservar paz, civilidad y cooperación, a partir de valores más no de sanciones punitivas (“Pórtense bien”). La historia ha demostrado que tal idea es utópica, y los intentos de aplicarla han resultado en desastres diversos.
La oferta de López Obrador, fuerte crítico de las estrategias anticrimen del PAN y el PRI, ha sido regresar al país a una situación de pacificación, de orden y convivencia civilizada. Pero la forma en que lo está haciendo podría profundizar aún más la ruta hacia el Estado fallido. Por un lado, mantiene la militarización —encubierta con manto civil— contra el crimen organizado, que tanto criticó. Pero al mismo tiempo manda que los soldados y guardias no se defiendan ante agresiones para no reprimir, pues Morena no reprime al pueblo. Soldados y guardias han sido vilipendiados y vejados en varias ocasiones por grupos delincuenciales o vandálicos. Hasta que la Sedena, harta de la situación, emitió un comunicado —probablemente de motu proprio— donde anunció que ya no permitiría dejar a sus miembros en la indefensión. El presidente tuvo que respaldar dicha postura, que contraría sus órdenes originales.
En cambio, insiste en apelar a la prédica moral para que delincuentes y criminales se porten bien, y prevalece la idea de que utilizar la fuerza pública para preservar legítimamente el orden y el derecho de terceros es sinónimo de represión. Por lo cual permite que vándalos y delincuentes hagan y deshagan, sin utilizar la fuerza pública, dejando en la indefensión a los ciudadanos afectados. Si acaso, envía empleados a contener a los vándalos, a su riesgo. Todo eso apunta a una claudicación del Leviathán y no a una solución voluntaria y armoniosa de la violencia, la delincuencia y el vandalismo. ¿Cuánto tardarán en entenderlo? Mientras, dicha rendición fomenta la autodefensa de ciudadanos y comerciantes afectados, incrementando la violencia en lugar de reducirla. La confusión que tienen los obradoristas entre preservar el orden y la ley por un lado, y reprimir al pueblo, puede ser muy dañina.
Profesor afiliado del CIDE
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