El presidente López Obrador llegó sin muchos contrapesos. Hubo quien recomendó votar distinto por el Congreso justo para que hubiera un eficaz freno legislativo. Así ocurrió, pues sólo 44 % de voto efectivo optó por la coalición obradorista en el Congreso, mientras que un 54 % votó por AMLO. Pero las distorsiones de nuestra ley electoral le brindó a la coalición ganadora 62 % de los asientos en la Cámara Baja. Se pensaba también que lo secretarios podrían ser un contrapeso. Pero no; a esos funcionarios no les hace mayor caso (como a Alfonso Romo o Arturo Herrera), y quien lo contradice (como Carlos Urzúa) queda estigmatizado como “neoliberal”; otros aceptan resignadamente su papel de floreros y ni chistan (como Olga Sánchez Cordero y Jorge Alcocer); o bien son tan ideológicos como él (Rocío Nahle, Manuel Bartlett o Irma Sandoval), y respaldan sus decisiones porque las comparten. Las instituciones autónomas y órganos de control externo, diseñadas para ejercer también un contrapeso, han sido gradualmente debilitadas o controladas.
Se ha dicho, entonces que el único contrapeso real que tiene AMLO es Donald Trump. Es cierto, en buena medida. A la histórica asimetría que hay entre los dos países, se suma un desinterés y desconocimiento de López Obrador respecto de lo que sucede fuera de México. Trump le impone, mediante amenazas, políticas que benefician a su país o su gobierno en materia migratoria, comercial o narcotráfico. Es pues un fuerte contrapeso pero limitado a unos cuantos temas. Los grandes empresarios podrían ejercer un contrapeso informal, se decía. Era importante separar ambos poderes, como lo ofreció AMLO, y la señal de ello fue la cancelación del NAIM, pese a los enormes costos directos e indirectos que ello ha implicado. Pese a lo cual, a una parte de esa cúpula la sigue teniendo en condiciones privilegiadas mientras confronta al resto.
Se ha dicho entonces que la realidad sería el verdadero contrapeso. Pero tampoco. Una de esas expresiones de la realidad son las leyes del mercado; se calculaba que no tomaría decisiones que afectarían el desempeño económico de su gobierno. Quienes esto sostenían pensaban que el presidente no se iría contra el Naim, o que continuaría con la Reforma Energética. No. Sus metas simbólicas e ideológicas pesan más que la racionalidad económica, lo que se tradujo en una caída del 2.5 al 0 % de crecimiento en 2019. Así, la nueva epidemia y su incalculable efecto económico nos toman en curva. En medio de lo cual, en lugar de crear condiciones de confianza a la inversión, AMLO vuelve a ahuyentarlas cancelando el proyecto cervecero de Constellations Brands en Mexicali. Elemento considerado ya en la reducción de la calificación de la deuda y los pronósticos para 2020, de decrecimiento de –7 %.
Y en torno al coronavirus, el mundo quedó atónito ante la trivialización, el pensamiento mágico y la sorna hacia la epidemia del presidente mexicano. Pero de pronto, resulta que estamos ante la “última oportunidad” para que la epidemia no nos desborde, quedándonos en casa. ¿Cuándo fueron las primera o segunda oportunidades, si apenas el domingo todavía AMLO nos exhortaba a salir a los restoranes? No, la realidad no constituye un contrapeso efectivo de este gobierno, pues no logra impedir que se tomen malas decisiones. En cambio, lo que hace es cobrar las facturas de no tomarla en cuenta al formular decisiones públicas (al grito de “gobernar no tiene mayor ciencia”). Vivir en una realidad alterna, pensando que el voluntarismo y un discurso utópico bastarán para lograr las metas, suele generar costos bastante elevados.
Profesor afiliado del CIDE.
@JACrespo1