Muchos de los ciudadanos que votaron por López Obrador en 2018 no eran devotos incondicionales, sino gente harta con las trastadas y fracasos del PRI y del PAN, y vieron en Morena como una opción atractiva bajo el famoso “beneficio de la duda”. Se partía también de la premisa de que “no puede haber peor” que lo que entonces se conocía. Decían esos votantes potenciales de AMLO que en el gobierno federal no podría ser radical dado que integraba en su equipo a personas sensatas, aterrizadas y moderadas, como Carlos Urzúa, Alfonso Romo, Gerardo Esquivel, Esteban Moctezuma y Tatiana Clouthier. Yo respondía que en efecto así era, pero que difícilmente AMLO, conociéndolo, les haría caso. Ellos aseguraban a sus pares que AMLO no haría locuras ni ocurrencias, pues no era irracional ni se daría un balazo en el pie. Erraron.

Había en efecto desde tiempo atrás señales de la poca vocación democrática de L. Obrador. Compitió sin cumplir los requisitos legales; se confrontó con la Comisión capitalina de Derechos Humanos y la de Transparencia (a la que desapareció, si bien la Suprema Corte ordenó su reinstalación). Con el Instituto Electoral capitalino no tuvo problema, pues estaba compuesto mayoritariamente por simpatizantes del PRD que incluso le dieron el permiso para competir sin cumplir los requisitos legales. Cuando Obrador controla a las instituciones autónomas no tiene problema alguno con ellas. Se mencionaba también entre bambalinas el cobro del 10% de los salarios de sus empleados para financiar su movimiento (que su pupila Delfina Gómez reprodujo después muy bien). Todo en efectivo, para no dejar prueba alguna de tales transacciones. Otro indicio de populismo fueron sus comentarios sobre la protesta ciudadana exigiendo seguridad, a la que descalificó como la “marcha de los pirruris”, dejando entrever ya sus rencores sociales.

En cuanto a su supuesta moderación, quedó claro que no había tal durante la campaña de 2006, donde justo su discurso estridente, dirigido exclusivamente a su base dura, le hizo ir perdiendo el respaldo original entre sectores apartidistas y moderados, hasta llegar al empate técnico en el momento de la jornada electoral. Tras la elección, era legítimo y natural que pidiera “voto por voto y casilla por casilla” (lo que yo apoyé, junto con un 80% de ciudadanos, según las encuestas). Pero poco sensato se mostró al tomar Reforma (afectando a numerosos comercios), desconociendo el fallo del TEPJF y autonombrándose ‘Presidente legítimo’. En corto les comenté a José Agustín Ortiz Pinchetti y Manuel Camacho que eso le haría perder las elecciones de 2012.

En ese año el tabasqueño adoptó un discurso moderado, que se veía sumamente forzado (así lo reconoció él después de la elección) y por tanto no logró convencer a una mayoría ciudadana, quedando 7 puntos por debajo de Peña Nieto. En ese entonces presentó como pruebas un chivo, algunos pavos y gallinas. Eso también era un claro indicio de su perfil político. Entre 2006 y 2012 varias veces reflejó su posición de que “quien no está conmigo está contra mí”, aunque no con esas palabras exactas (pero sí en lo de “no hay medias tintas”).

En 2018 se le acomodaron los astros, con la decepción con el PAN aunada al hartazgo de un PRI hipercorrupto. Y desde luego mucho contó el pleito personal entre Peña Nieto y Ricardo Anaya, abriendo el margen de victoria del tabasqueño. Su populismo y estridencia dejaron de ser relevantes para el electorado, que en cambio quiso convencerse de que el candidato, acompañado por gente como Urzúa, Esquivel y Tatiana, garantizaban un gobierno aterrizado, sensato, racional y conciliador. Resultó exactamente lo contrario. Y ya muchos se han convencido de que “sí, siempre puede haber peor”.

 
Analista. @JACrespo1 

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