Muchos analistas coinciden e insisten en que el presidente López Obrador es un genio de la comunicación. Algo que se puede concluir si se considera el arrastre que ha tenido entre gran cantidad de ciudadanos, su conexión con un público con el que otros políticos no lo logran, su empatía con amplios sectores excluidos, y su capacidad de promover su propia narrativa de la realidad. La pregunta sería, ¿hay distintos tipos de comunicación? Para evaluar a un comunicador como bueno, ¿cuenta sólo el número de personas a las que convence, o algo tiene que ver la calidad y veracidad del mensaje?
De haber diferencias y matices, se podría diferenciar una comunicación fidedigna y veraz como distinta a la publicidad comercial en donde lo importante es convencer a la gente de comprar un producto, sea o no conveniente para el cliente. Y viene también la demagogia, donde lo importante es que los ciudadanos le crean al político lo que dice para sus propios propósitos, corresponda eso o no con la realidad. Un buen comunicador, en el primer sentido, sería alguien que logra transmitir información sofisticada (pero veraz) o visiones complejas de la realidad de manera más sencilla y comprensible para un público no especializado. Y también si consigue persuadir a su auditorio de tal o cual idea o valor a partir de argumentos sólidos y apego a las reglas de la lógica. Si la comunicación se define sólo por la eficacia del transmisor en convencer a un amplio público, desde luego que entrarían ahí varios vendedores, sofistas, charlatanes y demagogos.
Bajo la primera definición no estaría tan seguro de calificar a AMLO como genio de la comunicación, pues no transmite ideas complejas, sino más bien un panorama maniqueo de blanco o negro, de buenos contra malos, que es fácil de entender y conecta con emociones bajas. Y ese discurso no está fundamentado sólidamente en la realidad. En toda campaña los candidatos deben ceder un cierto grado a la verdad y mentir deliberadamente sobre lo que harán desde el poder a sabiendas de que eso será inalcanzable, o acaso muy difícil. Un candidato eficaz ofrece a los votantes el sol, la luna y las estrellas a sabiendas de que eso no lo podrá lograr, pero sabiendo que si no promete cosas inalcanzables, no se votará por él. Carlos Castillo Peraza, en su campaña para el DF en 1997, aseguró que no prometería nada que supiera que no podría cumplir… y cayó al tercer lugar. El votante quiere oír promesas, busca una esperanza, quiere creer que su situación (y el país) mejorarán significativamente, y no tanto que le expliquen cómo logrará el político lo que ofrece. Y después de la elección, debe seguirse alimentando dicha esperanza o dar una explicación alternativa al fracaso o incumplimiento, que deslinde al gobernante de su responsabilidad.
AMLO no ofrece datos fidedignos, no explica ideas complejas, no detalla sus políticas con argumentos sofisticados; en cambio, ofrece, promete, asegura, decreta, insulta, descalifica, evade, confunde, distrae, y sus más devotos seguidores le creen todo. Lo que digan los expertos, analistas, organismos internacionales, calificadoras y la propia realidad poco importa; han sido debidamente descalificados por el gran orador. Un buen comunicador es persuasivo no sólo con su clientela, sino que logra convencer a sus críticos y disidentes, precisamente con argumentos racionales y fundamentados en un discurso articulado. López Obrador recurre a la descalificación moral e ideológica, responde con epítetos, o si acaso con datos falsos y falacias. ¿Eso es ser un buen comunicador? Más bien ese perfil corresponde a un muy eficaz “encantador de serpientes”.
Profesor afiliado del CIDE.
@ JACre spo1