Al concluir la elección de 2018, varios periodistas me preguntaban si la polarización bajaría en los siguientes meses, como suele ocurrir en toda elección democrática. Les respondí que no lo creía, pues el divisionismo y el discurso confrontador de AMLO no eran sólo de campaña, sino elementos centrales de su política como históricamente ha sido típico de todo populismo (de izquierda o derecha). Por lo cual yo creía que conforme pasara el tiempo, el discurso de odio e invectivas a sus críticos se intensificaría en lugar de mitigarse. Y que la constante serían el rencor y la descalificación —que no es lo mismo que el derecho de réplica, aunque AMLO los confunda—.

Al respecto, en el libro AMLO en la balanza (Random House, 2020) escribí lo siguiente: “López Obrador amenazó con condenar públicamente a los legisladores que voten en contra de sus proyectos, así estén cumpliendo su labor en libertad de conciencia o a partir de la plataforma de sus respectivos partidos: ‘Voy a decir estos votaron a favor –amenazó- estos votaron en contra, así abiertamente […] Fuera máscaras’… También surgió la lista de periodistas y analistas que recibieron dinero público de publicidad o de contratos, presentada de forma sesgada (sólo 1%) y con ánimo de linchamiento”.

“Viene después el tema de la doble moral de AMLO y sus seguidores. Se basa en aplicar distintos criterios de evaluación a los opositores y rivales respecto de los que se aplican a sí mismos, al partido o al propio líder. En términos generales el axioma es: ‘Lo que era condenable en los rivales, se justifica perfectamente en AMLO y Morena’. Así, al advertirle que en sus consultas populares (Tren Maya y Texcoco) no había vigilancia alguna del voto, AMLO respondió que Morena no los necesitaba, pues no era un partido tramposo… Igualmente, al cuestionársele la asignación directa en varios contratos —algo que él previamente había condenado—, la respuesta de AMLO fue que con él no se aplicaban dichos controles porque ‘no tenemos problemas de conciencia”. Hasta aquí la cita.

El discurso de confrontación responde a una estrategia típica del populismo, no sólo a rasgos de la personalidad del demagogo en turno; se trata de justificar a través de un enemigo nacional la concentración del poder. Y eso se nota en el embate contra todas las instituciones autónomas, sea para desaparecerlas, debilitarlas o controlarlas. Y desde luego eso se refleja en la determinación presidencial para garantizar el triunfo de su partido en el año 2024 pues le resulta inadmisible una eventual derrota.

De ahí también el esfuerzo por una reforma electoral que le de ventajas al partido oficial, que por lo mismo no tendrá el consenso de la oposición. Eso suele abonar el terreno para otro conflicto poselectoral. La última vez que pasó eso fue en 1987. Después, en 1990 y 1993, también hubo reformas en parte favorables al PRI con el respaldo del PAN, pero sin el PRD. Finalmente, en 1994 se logró el consenso, y eso siguió en 1994, 2008 y 2014. Ahora regresamos 35 años.

El mayoriteo, es decir, la imposición a través de la mayoría oficial de una reforma ventajosa al partido gobernante, sin discusión, sin reflexión y sin consenso, es propio de sistemas autocráticos: el consenso (al menos de las normas electorales) es indispensable en una democracia. Es lo que se había ganado desde 1994; ahora eso último se ha perdido, a menos que lo más antidemocrático de la reforma vaya para atrás en el Poder Judicial.

Lo cual probablemente nos lleve a una nueva crisis de fin de sexenio; las tuvimos en 1982 (esencialmente económica), en 1988 y en 1994. En 2000, 2006 (pese al ruido poselectoral ese año), en 2012 y 2018 no hubo ya una crisis con las consecuencias de las anteriores. Pero todo apunta a que en 2024 volveremos a eso, innecesariamente pues las condiciones se han venido provocando desde el Palacio. No eran inevitables. Esperemos que no ocurra.

Analista @JACrespo1

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