Creo que debiéramos dedicar un debate serio al transfuguismo, fenómeno que se ha dado desde siempre y que la parecer toleramos como algo normal y aceptable en la política. El tránsfuga es quien cambia de colectividad, ideología o partido, según el Diccionario de la Lengua Española. La motivación de eso es generalmente el oportunismo. Les llamamos también chaqueteros (cambian de chaqueta ideológica) o chapulines. En nuestra historia destaca como paradigma de ello Antonio López de Santa Anna, emulado hoy por numerosos políticos. Rara vez el tránsfuga cambia de chaquete porque haya sufrido una súbita conversión ideológica, en la que de pronto ven la luz en su camino a Damasco, aunque ese es el argumento que casi siempre aducen. O bien responsabilizan a su hasta entonces partido de haber traicionado los principios originales y se van al partido que (según ellos) realmente los encarnan. Los tránsfugas son, con excepciones, marxistas (de Groucho), por aquello de “si no te gustan mis principios, tengo estos otros”.

Con los tránsfugas, el partido receptor olvida las críticas o acciones en contra suya si es que ahora hace voto de contrición y aporta algo (votos, contactos, clientelas, dinero, etcétera). Hemos visto que López Obrador no perdona el no estar de su lado por el sólo hecho de no estar con él, pero puede absolver trayectorias cuestionables, fraudes electorales y corrupción si de pronto ofrecen lealtad a su movimiento. Morena está formado esencial aunque no exclusivamente por tránsfugas provenientes de los partidos villanos y conservadores, pero al cruzar el Ganges quedaron redimidos. El fenómeno, desde luego, abarca a todos los partidos. Es algo inevitable, parte incluso de la libertad individual. Pero quizá sí podría legislarse en torno a los cargos de representación legislativa, pues cuando el titular (o suplente en su caso) se pasan a otro partido (por compra, intimidación o simple conveniencia política), engrosando la bancada del receptor, estamos ante una estafa política al electorado.

Desde luego, suele asumirse que la gente vota por el candidato más que por el partido (salvo en el caso de los plurinominales, que son lista de partido). Pero en la gran mayoría de los casos se vota en realidad por el partido, lo que representa, su plataforma legislativa, o incluso como contrapeso o castigo a otros partidos. Y aún si se conoce al candidato (rara vez ocurre) se vota por él en función del partido al que pertenece. Así, cuando los electores votan por ejemplo por Morena, por su proyecto o como rechazo al PRI y al PAN, si su “representante” se cambia a alguno de esos partidos (el caso de Lily Téllez), traiciona a sus representados. Y a la inversa; quienes votaron por legisladores de la oposición lo hicieron por sus plataformas, o bien como contrapeso al partido mayoritario. Cuando ese legislador se pasa a Morena sin más, está tirando al basurero el voto de sus votantes y su sentido. ¿Tienen derecho a eso los legisladores? Me parece que no.

Ejemplo de eso fue también la forma en que la coalición obradorista se hizo de una mayoría calificada, habiendo obtenido sólo 44 % del voto efectivo. Puso Morena candidatos en el PES y el PT, y una vez distribuidas las curules, ellos regresaron a su partido original pese a haber sido electos bajo otras siglas. Lo cual permitió que Morena pasara del 38 % del voto, al 52 % de las diputaciones; 14 % de sobre-representación, lo que violenta el artículo 54 de la Constitución, que permite cuando mucho 8 %. Y con diputados del PRI y PRD que abandonaron su partido, y la compra del PVEM, la coalición obradorista logró la mayoría calificada. ¿No se distorsiona con ello gravemente la voluntad ciudadana expresada en las urnas?

Cabría pues discutir el tema, y preguntar qué normas podrían evitar o sancionar ese hecho. Una podría ser que si un legislador cambia de partido, perderá su curul (en cuyo caso mejor no se irá). Y si bien aún así puede votar con otros partidos (voto de conciencia), al menos no cambiarán las bancadas (con las consecuencias que ello tiene en la distribución de fondos, cargos y comités parlamentarios). Al menos sería un coto, un freno mínimo de respeto a los electores, cuyo derecho debiera prevalecer sobre el del legislador. Es una tesis de Hans Kelsen (Esencia y valor de la democracia, 1977), y aplica en por ejemplo Checoslovaquia y Portugal. O bien cuando un legislador pretenda cambiar de partido, podría someterse a revocación de mandato; si lo aprueba es señal de que la mayoría de sus electores está de acuerdo con el cambio, y si lo reprueba abandona su curul a favor de su suplente, el cuál estaría sujeto a la misma norma. Habría al menos que debatir este fenómeno, dadas las distorsiones que genera en la representación ciudadana.


Profesor afiliado del CIDE 
@JACrespo1 

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