En un México polarizado entre discursos triunfalistas y realidades devastadoras, Sinaloa se ha convertido en el epicentro de una tragedia nacional que evidencia la fractura del pacto social y la abdicación del Estado frente al crimen organizado. Mientras en Palacio Nacional se exaltan cifras maquilladas y estrategias ambiguas, en las calles de Culiacán y otros municipios sinaloenses, la ciudadanía enfrenta un "estado de excepción" donde la vida, la economía y la paz social penden de un hilo.
Los números son alarmantes: en apenas tres meses de enfrentamientos entre "la mayiza" y "los chapitos", se han registrado más de 555 asesinatos, 695 desapariciones y 1,482 vehículos robados. Pero detrás de estas cifras hay rostros, historias y familias que sobreviven entre el miedo y la desesperación. En Sinaloa, las balaceras, los coches incendiados y los bloqueos no son episodios aislados, sino síntomas de un territorio donde el control del Estado ha sido reemplazado por el del crimen organizado.
El contraste entre la realidad y el discurso oficial raya en el cinismo. Mientras empresarios, académicos y organizaciones civiles denuncian pérdidas económicas superiores a 18 mil millones de pesos y el cierre de escuelas y negocios, la narrativa gubernamental se centra en minimizar los hechos y eludir responsabilidades. Un ejemplo grotesco de esta desconexión es el caso del coche incendiado por un dron en Culiacán: para las autoridades, debatir si fue un "coche bomba" o un "ataque con dron" parece ser más importante que atender la creciente percepción de inseguridad y abandono entre la población.
La violencia en Sinaloa no es solo un desafío local; es un recordatorio de la ineficacia de las estrategias nacionales de seguridad del sexenio pasado y de la presente administración. El despliegue de la Guardia Nacional y el Ejército ha sido insuficiente, tardío y reactivo. Las fosas clandestinas, las ejecuciones públicas y los cuerpos abandonados en carreteras son testigos mudos de un gobierno que parece más dispuesto a administrar el caos que a confrontarlo.
En el ámbito estatal, la situación es aún más lamentable. El gobernador Rubén Rocha Moya, señalado por su cercanía con personajes vinculados al crimen organizado, se aferra al cargo. En lugar de exigir respuestas, el gobierno federal y su partido, Morena, han optado por respaldarlo, perpetuando la percepción de complicidad e inacción.
La presidenta de la República, por su parte, insiste en culpar a los Estados Unidos de la violencia, argumentando que la captura de Ismael “El Mayo” Zambada fue un "agravio" que desestabilizó a la entidad. Esta narrativa no solo desvía la atención de los problemas internos, sino que ignora la responsabilidad principal del Estado mexicano: garantizar seguridad y justicia.
Es hora de que la sociedad deje de normalizar el horror y exija un cambio real. No bastan los discursos ni las promesas de campaña; se requieren acciones concretas, voluntad política y un compromiso firme para devolver la paz a Sinaloa y al país.
La pregunta no es cuánto más puede soportar Sinaloa, sino cuánto más estamos dispuestos a tolerar como nación un gobierno que prefiere maquillar cifras que proteger vidas. México merece más que una simple administración del caos.