Una democracia saludable se sustenta en el respeto a la diversidad de opiniones y en la protección de quienes cuestionan al poder. Solo así se puede construir un futuro donde la justicia y la libertad prevalezcan sobre el abuso y la persecución.

Lamentablemente, en los últimos seis años, hemos visto cómo se normaliza lo inaceptable: un Presidente que, desde su posición de poder, utiliza su influencia y presencia mediática para intentar destruir reputaciones, intimidar a sus críticos y, en lugar de responder con hechos y argumentos, descalificar a quienes lo cuestionan. Este comportamiento no se ha limitado a las conferencias matutinas en Palacio Nacional ni al discurso público; ha involucrado el uso de instituciones para investigar, acosar y amedrentar a las voces críticas.

Los jueces que dictan sentencias contrarias a la línea oficial son etiquetados como corruptos y amenazados con juicios políticos. Representantes de organizaciones civiles que denuncian abusos de poder y exponen tramas de corrupción gubernamental enfrentan la divulgación de sus datos personales y denuncias penales. Los medios independientes que documentan los abusos del gobierno son perseguidos judicialmente. Nos enfrentamos a un uso descarado y abusivo de las instituciones públicas.

Este gobierno, que está por terminar, ha convertido el ataque y la violencia verbal contra críticos, medios y entidades independientes en el pilar de su gestión. No se trata de enfrentamientos esporádicos por controversias específicas; este acoso ha sido constante y constituye el núcleo de la estrategia comunicativa del presidente, basada en la hostilidad. Tristemente, esta táctica ha sido efectiva, logrando debilitar a una oposición que apenas pudo hacerle frente en la elección presidencial.

En una democracia moderna, es inadmisible que se acepte que un jefe de Estado arremeta públicamente contra ciudadanos, periodistas y jueces. Desde la tribuna del poder máximo de la República se lanzan descalificaciones y acusaciones no solo contra figuras de la oposición, sino también contra el periodismo independiente. Se violan las leyes al divulgar datos personales de aquellos considerados enemigos.

No solo nos enfrentamos a un gobierno que usa su plataforma para denigrar voces independientes, sino también a uno que viola la ley para silenciar críticas y que emplea la persecución estatal para intimidar a periodistas y organizaciones independientes.

Aunque el gobierno de López Obrador está por irse, su legado de polarización y antagonismo perdurará. Intenta dejar una estructura de poder sin contrapesos, una fuerza intimidatoria que ninguna instancia legal pueda detener. Este es el legado autocrático que Claudia Sheinbaum recibe sin objeciones. El peligro de este legado es evidente: un sistema donde la intimidación y la persecución se normalizan, erosionando los fundamentos de nuestra democracia.

La reflexión es inevitable: no podemos permitir que el uso del poder para amedrentar y acallar voces críticas permanezca como regla en nuestro país. La ciudadanía debe despertar y defender los valores democráticos frente a estas amenazas.

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