En 1903, en el marco del aniversario de la Constitución de 1857, Ricardo Flores Magón utilizó la frase "La Constitución ha muerto" como un grito de protesta y un llamado a la acción para transformar radicalmente la realidad del país.

Su declaración se convirtió en un símbolo de resistencia y de descontento frente a un sistema que no cumplía su propósito fundamental de brindar seguridad y justicia a los ciudadanos. Esta frase, en su contexto histórico, representa la decepción de un país traicionado por su gobierno y la necesidad de reconstruirlo sobre bases de verdadera libertad y justicia.

En el contexto de la reforma recientemente aprobada por Morena y sus aliados, la sombra de la historia parece proyectarse de nuevo. Tal como en tiempos del porfiriato, vemos cómo los derechos constitucionales pretenden ser anulados por un régimen que parece decidido a someter la Constitución a su hegemonía, ignorando los fundamentos democráticos y el equilibrio de poderes.

Esta reforma, mal llamada de "supremacía constitucional", es en realidad una concesión a la hegemonía del poder ejecutivo y del partido en el gobierno, que busca moldear la Constitución a sus intereses, sin controles judiciales ni limitaciones legales. La propuesta, aprobada sin debate y quizá sin quórum por los legisladores oficialistas, tiene como objetivo desactivar cualquier capacidad de resistencia o control por parte de la Suprema Corte de Justicia, la única institución capaz de frenar el avance de medidas inconstitucionales y proteger los derechos y libertades.

Sheinbaum ha defendido esta reforma con el argumento de que la elección popular confiere legitimidad absoluta, como si el solo hecho de haber sido electos bastara para eximirlos de autoritarismo. La historia demuestra que el simple acto de ganar una elección no es garantía de respeto a los principios democráticos. Adolf Hitler y Benito Mussolini fueron electos; Hugo Chávez y Daniel Ortega también llegaron al poder por la vía democrática, solo para transformar sus países en regímenes autoritarios. La reforma de Morena y Sheinbaum evoca estas peligrosas reminiscencias al crear un marco que blinda sus acciones y les da carta abierta para manipular la Constitución a su conveniencia, sin posibilidad de revisión alguna.

La reforma es una clara medida de blindaje contra cualquier intento de anular la tóxica reforma al poder judicial, por ser esta inconstitucional y violatoria de tratados internacionales en materia de derechos humanos. Es más, el Senado ha solicitado formalmente a la Suprema Corte que sobresea toda impugnación presentada en el pasado contra esta reforma, ignorando deliberadamente el principio de irretroactividad de la ley.

El gobierno argumenta que esta reforma es solo una ratificación de la ley de amparo, específicamente del artículo 61, fracción I, que declara improcedente el amparo contra reformas constitucionales. Sin embargo, va mucho más allá: busca impedir que cualquier ministro pueda cuestionar o revisar reformas constitucionales, volviendo intocables incluso aquellas que puedan violentar derechos fundamentales o que se aprueben sin el debido proceso legislativo.

Esta reforma autoritaria no solo invalida el recurso de amparo, sino que también impide las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad, eliminando la capacidad de cualquier juzgador para interpretar y aplicar la Constitución cuando existen contradicciones entre sus disposiciones. Esto, en un contexto en el que la mayoría legislativa de Morena ha aprobado reformas regresivas con alarmante rapidez y con una preocupante falta de rigor jurídico. Al aprobar reformas sin los consensos necesarios o sin respeto al proceso legislativo, Morena impone su voluntad sobre la ley y crea un peligroso precedente que tiende a demoler nuestra estructura democrática.

Sheinbaum asegura que esto no es autoritarismo. Pero, ¿cómo llamar entonces a un gobierno que se adjudica el poder de legislar sin negociación, sin respeto por el debate y sin permitir la intervención de la oposición? Con esta reforma, el Congreso podría imponer en la Constitución disposiciones que violen abiertamente los derechos humanos o incluso medidas atroces, como la tortura o el retiro del derecho al voto, sin que los ciudadanos tengamos un recurso para detener tales abusos.

Nos aseguran que este régimen es benevolente, y que no darán mal uso a la reforma. Pero ya han demostrado sus tendencias autoritarias y su insaciable apetito de poder. Y, aun si este gobierno no tomara esas medidas extremas, la reforma abriría la puerta para que futuros gobiernos utilicen estos instrumentos para pisotear los derechos de los mexicanos.

Hoy, más que nunca, la advertencia de Flores Magón cobra vida. Con esta reforma, la Constitución quedará, como en tiempos del porfiriato, como una carcasa vacía, una declaración de buenas intenciones sin sustancia ni protección efectiva para el ciudadano.

Corresponde a los ciudadanos levantar la voz para recordar que el poder emana del pueblo y que debe ejercerse en defensa de los derechos y libertades que tanto nos ha costado conquistar. Una reforma aprobada al vapor y emanada de una supermayoría fraudulenta no puede ser la sentencia de muerte de nuestra Constitución y de nuestra República.

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