La semana pasada se aprobaron las leyes secundarias derivadas de la reforma al Poder Judicial, y se llevó a cabo la tómbola para la elección de jueces y magistrados, ignorando las 71 suspensiones emitidas por los jueces, que impedían continuar con este proceso.

A esta alarmante cadena de desacatos se suma una gravísima demostración de desprecio a las instituciones por parte del gobierno federal, encabezado por Claudia Sheinbaum, quien también ha optado por desacatar una orden judicial emitida por la jueza Nancy Juárez Salas. En el contexto de un juicio de amparo, la jueza ordenó eliminar la publicación de la reforma al Poder Judicial promovida por López Obrador en el Diario Oficial de la Federación. Las autoridades federales han anunciado abiertamente que ignorarán este mandato, lo que inevitablemente nos lleva a un choque de poderes y a una crisis constitucional.

El desacato no debe tomarse a la ligera. La Ley de Amparo es clara: ignorar una resolución judicial constituye una violación directa a los principios que rigen la división de poderes y el respeto a la ley. Esto no solo debilita la confianza de la ciudadanía en sus instituciones, sino que sienta un peligroso precedente al permitir que el poder ejecutivo actúe por encima de la ley, sin temor a las consecuencias legales.

El Poder Judicial tiene un rol fundamental en garantizar que las decisiones del gobierno se mantengan dentro de los límites legales. Cuando una autoridad, sin importar su rango, desafía abiertamente las resoluciones de los jueces, se lesiona uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia: el respeto por las instituciones y la observancia de las reglas del juego. El acto de desobediencia hacia un mandato judicial no es simplemente un desacuerdo; es una transgresión que trae graves consecuencias para el sistema legal y el equilibrio de poderes.

Las razones detrás de este desacato, por muy convincentes que puedan parecer para el gobierno y quienes lo apoyan, no justifican su postura. Se argumenta que el amparo no debería proceder, pero la vía para resolver este disenso no es la desobediencia; es la confrontación legal en los tribunales y en las vías jurídicas institucionales. Al ignorar la orden de la jueza Juárez, el gobierno no solo desobedece un mandato de un órgano jurisdiccional legítimo, sino que envía el mensaje de que no está dispuesto a someterse al control de la ley cuando esta no le resulta favorable.

El respeto por el estado de derecho no es opcional. La estructura misma de nuestra democracia depende de la colaboración y el respeto mutuo entre los poderes. La decisión de la presidencia de no acatar una resolución judicial refleja una preocupante tendencia, iniciada desde el sexenio pasado, a priorizar los intereses políticos sobre el imperio de la ley, lo que diluye la legitimidad del gobierno frente a los ciudadanos.

El desacato a las resoluciones judiciales, especialmente en un contexto tan delicado como el de la reforma al Poder Judicial, es una señal de alarma que exige una respuesta contundente. La pregunta no es si el gobierno tiene razón o no en sus argumentos para desestimar la suspensión, sino si está dispuesto a respetar las decisiones del Poder Judicial, tal como lo dicta nuestra Constitución.

El desacato a una resolución judicial no es solo una violación técnica de la ley; es un golpe directo a los cimientos de nuestra democracia. El gobierno en turno debería recordar que, aunque esté convencido de "lo justo" de sus acciones y aunque cuente con un enorme capital político por haber recibido millones de votos en las urnas durante las pasadas elecciones, está obligado a seguir el cauce legal y acatar las decisiones de los tribunales. De lo contrario, no solo arriesga su propia legitimidad, sino también la estabilidad del ya de por sí lastimado estado de derecho en nuestro país.

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