Han corrido ríos de tinta desde que el titular del Ejecutivo envío al congreso federal su reforma al poder judicial, que bajo la falacia de “democratizar la justicia” encubre el deseo de venganza en contra de quienes no se rindieron al autoritarismo y frenaron valientemente el retroceso del país. Ante el inminente término de su sexenio, los diputados del bloque oficialista han metido el acelerador para aprobarla antes de su partida.
En días pasados estos diputados que conforman el bloque oficialista presentaron un proyecto de dictamen que ha prendido las alarmas no solo dentro de los partidos de oposición, sino de la sociedad civil, organizaciones de derechos humanos, académicos, abogados y, significativamente, dentro del propio Poder Judicial. Con repercusiones serias en el extranjero e incluso en la economía nacional. Lo que se presenta como un esfuerzo para acercar la justicia al pueblo, en realidad se percibe como un intento peligroso de politizar aún más el sistema judicial y debilitar su independencia. La reforma ha sido calificada como innecesaria y peligrosa, y muchos coinciden en que su verdadero objetivo no es mejorar el sistema de justicia, sino consolidar el poder político.
De acuerdo con diputados de Morena, el dictamen contempla más de 100 modificaciones a la propuesta original. Sin embargo, la preocupación central sigue intacta: el proceso de elección popular de jueces, magistrados y ministros que si bien suena democrático, plantea serios riesgos. En un país donde la corrupción y la influencia del crimen organizado coexisten sin control, existe el temor de que estas elecciones puedan ser manipuladas, no solo por intereses políticos, sino también por grupos delictivos, poniendo en riesgo la imparcialidad de quienes deberían ser los garantes de la justicia.
Otro punto crítico de la reforma es el calendario electoral propuesto. Se ha previsto una elección extraordinaria para el 1 de junio del 2025, seguida de otra en 2027, que coincidirá con elecciones federales. Durante la primera elección, se votará por la totalidad de los ministros de la Suprema Corte de Justicia, el 50% de los magistrados y se cubrirán todas las vacantes existentes. Este proceso, que abarcará casi 800 posiciones, estará bajo la supervisión del Consejo de la Judicatura, una institución cuya eliminación también ha sido planteada en la reforma. La magnitud de estos cambios es alarmante, ya que una transformación de esta envergadura podría desestabilizar aún más un sistema judicial ya frágil.
La reforma introduce un proceso de elección popular con una doble evaluación de los candidatos, y algunos podrán optar por la jubilación con beneficios. Aunque esto suena razonable, la realidad es que, en un entorno de creciente polarización y control político, el riesgo de que estos mecanismos sean utilizados para asegurar la permanencia de jueces afines al régimen es alto. Además, si el número de candidatos supera el esperado, se llevará a cabo un sorteo -tómbola- para reducir la lista, un método arbitrario de selección que ignora la verdadera capacidad y mérito de los postulantes.
Se destaca la restricción de campañas tradicionales para los candidatos. Los aspirantes no podrán realizar campañas territoriales ni utilizar propaganda convencional. Lo que podría limitar la posibilidad de que los ciudadanos realmente conozcan a los candidatos, dejándolos a merced de la información que el gobierno o los partidos políticos decidan proporcionar.
El contexto de esta reforma no puede ser ignorado. En paralelo, se ha anunciado un paro de labores por parte de jueces, magistrados y trabajadores del Poder Judicial Federal. Este paro no es un simple acto de protesta, sino una manifestación de un malestar profundo ante una reforma que se percibe como una amenaza directa a su autonomía y derechos laborales.
El hecho de que la reunión prevista para el 15 de agosto haya sido pospuesta por la Comisión de Puntos Constitucionales solo añade más suspicacias sobre las verdaderas intenciones del bloque oficialista. La cerrazón al diálogo y el rechazo sistemático a las propuestas de la oposición son signos claros de una tendencia autoritaria que, de concretarse, podría tener consecuencias devastadoras para el sistema democrático en México.
En Acción Nacional consideramos que el sistema judicial requiere reformas, pero antes de modificar el Poder Judicial Federal, es imperativo reformar las fiscalías y los juzgados locales, que son los verdaderos epicentros de los problemas de justicia en México. Estos son los órganos que lidian con la mayoría de los casos de homicidios, feminicidios, violencia doméstica, robos y otros delitos que afectan directamente a la ciudadanía. Sin una reforma profunda en estos niveles, cualquier cambio en el Poder Judicial Federal será insuficiente para resolver la crisis de justicia que atraviesa el país.
Estamos hablando del futuro de la justicia en México, y las implicaciones de esta reforma podrían ser profundas y duraderas. No se trata solo de una cuestión técnica o jurídica; se trata de la capacidad del Estado para garantizar derechos y proteger a sus ciudadanos de manera justa e imparcial. Es necesario que se abra un debate serio y plural, donde todas las voces sean escuchadas, y donde el verdadero objetivo sea mejorar la justicia para todos, no solo para unos pocos.
Diputado federal